G.N. Arias
Había transcurrido una semana desde su cumpleaños número ochenta y nueve, y los pensamientos inevitables habían cesado un poco más. Carlos solía tenerlos de vez en cuando, pero en vísperas de su cumpleaños y en días posteriores eran los episodios más fatídicos. A sus sesenta años había comenzado a preocuparse por éstas cuestiones, y hoy se arrepentía de haberse pasado veintinueve años inseguro por algo tan impredecible como la muerte. Había comprendido que lo impredecible podía ocurrir en brechas de tiempo distantes, por lo que había vuelto a desperdiciar porciones de vida en martirizarse con una realidad alterna que llevaba casi tres décadas sin suceder. Su esposa, Amalia, también consideraba sus mismas inseguridades, pero jamás hablaban sobre el asunto. Ambos creían que era una problemática personal el hecho de considerar la muerte como algo inminente, y no querían reducir la vitalidad del otro hablando sobre finales. Si alguno se hubiera atrevido a hablarlo, lo habrían superado. O lo habrían evitado. Porque Carlos y Amalia habían priorizado siempre la comunicación antes que el orgullo, lo que había sido la clave para permanecer tantos años codo a codo. Aún así, a pesar de sus casi setenta años de casados, habían cosas de las que jamás se habían atrevido a hablar uno con el otro. Los secretos también abundaban aún procurada la absoluta sinceridad.
Amalia era apenas unos meses menor, y pronto también pisaría el último peldaño de las ocho décadas. Ninguno recordaba ya ninguna fiesta real de cumpleaños. Sus hijos, Mauricio y Ramona, habían olvidado por completo sus existencias. Casi todos sus amigos de toda la vida habían sucumbido a la flacidez octogenaria, algunos incluso mucho antes. Aquellas dos perritas que habían decidido adoptar hace ya más de diez años, comenzaban a perder fuerzas, sus ladridos eran débiles y sus pupilas se blanquecían cada vez más. No se sentían solos, porque aún se tenían el uno al otro. Pero lo que más inquietaba a Carlos, era qué sería del otro si uno moría. Algunos años lejanos atrás, la preferencia de Carlos hubiera sido morir él primero, y que Amalia siguiera gozando de la vida un rato más. Hoy creía que lo mejor era que ella partiera primero, para que no sufriera su ausencia, y el dolor insoportable de la falta del otro fuera únicamente suyo.
Amalia siempre hubiera preferido marcharse primero.
Recién hoy, tarde nuevamente, comprendían el error que supuso brindarle tanta importancia a la muerte. A trescientos días de los noventa, consideraban ridículo haber desgastado tanta vitalidad en preocupaciones. Ahora, los ochenta y nueve sí sonaban a despedida.
El silencio se tornó un discurso eterno aquél veintitrés de abril.
¿Qué crees que haya luego de la muerte? - preguntó él. Aquella pregunta la hacía de vez en cuando.
Nada. Absolutamente nada.
¿No decías que creías en el cielo?
Solía.
Luego dijiste que pensabas que había una vida igual que ésta, pero más luminosa y libre de preocupaciones.
También solía pensarlo, sí.
Recuerdo una vez que dijiste también que, a lo mejor, nuestros seres queridos nos esperaban para un último banquete antes de la nada misma.
Claro.
¿Por qué ahora crees que no hay nada?
A lo mejor ya no me interesa que haya algo más.
Carlos suspiró rendido, antes de contestar.
Creo que a mi tampoco.
Carlos lamentó ser la última ve que hiciese esa pregunta. Amalia solía darle una nueva perspectiva cada vez. Era tentador explorar las distintas posibilidades luego de la muerte, pero la nada absoluta jamás había sido una opción. Ahora lo era, y había perdido la gracia. Luego de eso, solían hablar de sus hijos. Cuestionarse por qué habían decidido alejarse de quienes más los amaban. No les debían nada, eso era cierto. Pero la indiferencia tampoco era justa. Las energías eran pocas, y los ánimos no alcanzaban ya para cuestionarse lo mismo otra vez. Simplemente lo habían aceptado. Ya no eran un par de malagradecidos, simplemente eran dos extraños. Ya no dolía demasiado, además. Solamente se habían transformado en recuerdos difusos.
El plástico ardía junto a la tinta que se derretía, como el alma misma. Aquellos álbumes de fotos debieron haberse degradado mucho antes. Quizá todo hubiese sido diferente. La mente se difumina, el recuerdo material sigue vigente hasta que la humedad comienza a corroerlos. Pero Amalia siempre había conservado los recuerdos en un lugar adecuado. Para que, cuando la nostalgia invadiese, y el dolor comenzase a cuestionarlo todo, las evidencias de un pasado de amor y certezas fuesen claras e innegables.
Hubiera querido que se escaparan algunas lágrimas, pero se sentía reseca. Carlos lloró por ambos. Amalia no le contuvo ésta vez. Le brindó el privilegio de recomponerse solo. Cuando estuvo bien, le abrazó fuerte, y le dijo cuánto le amaba.
Eran lo que los cuentos románticos más nauseabundos llamaban almas gemelas, en un sentido casi literal. La atracción de polos opuestos era simplemente un concepto científico. Jamás les resultó aburrido parecerse tanto, más bien fue un alivio para lo que pretendían de sus vidas.
Ninguno se atrevía a interceder en el silencio que reinaba desde hacía ya un buen tiempo. Parecían ya haberse dicho todo. Incapaces de repetirlo una vez más. Tampoco era necesario.
Quizá ya estaban listos, pero en éstos días habían decidido no pensar en la muerte. Intentaron salir a pasear, pero el clima no acompañó. Hubieran querido continuar bajo la lluvia, pero la humedad hacía tronar sus huesos. Encendieron el televisor, pero ninguna trama moderna logró cautivar sus anticuados intereses. Los programas antiguos perdían su valor reproducidos en artefactos de última generación adquiridos por obligación, porque aquellos televisores de cuerpo robusto eran reliquias escasas. La comida les supo insípida. Carlos había hecho su mejor esfuerzo, pero se sintió decepcionado. Amalia aprobó su guisado, aunque por dentro deseaba desintegrarlo.
Emitieron un suspiro simultáneo, pesado y duradero. Suspiro de hartazgo. Pero no estaban hartos uno del otro. Jamás se habían cansado de amarse. Era un agotamiento existencial, tan intenso como jamás lo había sido.
Amalia se levantó con dificultad de su sofá de mimbre balanceador, y se dirigió al baño. Posar su rostro en el espejo era un ritual de reflexión. Había perdido todos sus rasgos. Ya no se reconocía. Incluso le resultó inquietante.
En la sala, Carlos estaba sumido en la inexistencia, aún pensando en que habían perdido la capacidad de teorizar sobre las consecuencias de traspasar el umbral de la muerte. A lo mejor, pensó, la nada absoluta sea la mejor opción.
Amalia abandonó el baño tan rápido como su debilidad le permitió. Sería un despropósito que aquél desgastado cuarto de necesidades básicas fuese su lecho de muerte.
Carlos tardó en comprender sus gestualidades. Para cuando sus reflejos desgastados por el tiempo y sus articulaciones le permitieron reaccionar, Amalia yacía en el suelo boca abajo. Carlos tomó una postura de cuclillas, que le impidió volver a ponerse de pie. Su corazón se aceleró tanto por el disgusto del momento, que también se detuvo. Sonrieron como hacía tiempo no lo hacían. A eso dedicaron sus últimos espasmos.
Cuando todo hubo acabado, alguien llamó a la puerta, con arrepentimiento, y seguramente cabizbajo.
Desafortunadamente, ya era tarde.