"Sueño Único"
G.N. Arias
Ni bien detectó que los gritos venían en ascenso, salió, como le habían indicado. Cuando escuchó a su padre alzar la voz y a su madre intentar superponer su tono, tomó su conjunto de lluvia y sus botas azules y salió hacia el patio trasero. Cerró la puerta corrediza tras de sí, y rápidamente las voces fueron perdiendo fuerza. Patito logró calmar su tensión en cuanto vio fuera rugir la lluvia, acompañada de una opacidad estridente. Era su clima favorito. Patito sentía que el cielo lo comprendía.
Era un niño muy calmo, falto de amor, aunque se las arreglaba para dispersarse. No recordaba una vez en la que sus padres no vociferaran reproches mutuamente. Patito aprendió a huir. Era la mejor y única opción.
No recordaba por qué le apodaban así. No nombre no era Patricio, ni similar. Pero en algún momento alguien había propuesto el apodo y el hábito se extendió por todo el círculo familiar. El repiqueteo de las gotas abundantes en su conjunto impermeable era pesado, y el suelo se había vuelto rápidamente fangoso. El niño no tardó en llenarse de lodo. Dentro, sus padres seguían en su rutina inalterable de discusión.
Patito visualizó los charcos que se formaban en los diferentes desniveles del terreno. Contaban con una distancia entre uno y otro bastante accesible al inicio y, a medida que iba saltando de uno en uno, se tornaba un reto paulatinamente más difícil. Necesitaba cada vez más impulso y fuerza en sus piernitas que no tardaban en agotarse. Eran diecisiete charcos en total, y su récord hasta el momento había sido de trece. La distancia entre los últimos cuatro era aún inalcanzable para su limitada destreza infantil. Pero ese día se sentía motivado, y estaba dispuesto no solo a superar los trece, sino que a completar los diecisiete. Saltó hacia el primero. Luego hacia el segundo, tercero y cuarto. Le resultaron sencillos, pero a partir del quinto ya su rostro estaba completamente rojizo y salpicado de barro. Se quitó el lodo de su cara, e intentó continuar. Sus rodillas comenzaron a temblar en cuanto llegó al decimocuarto. Sonrió al saber que había superado los trece charcos, pero aún quedaban tres. En tres saltos seguidos, logró llegar a la cima. Patito se autoproclamó campeón mundial en su propio deporte, el salto de charcos. Estaba seguro que nadie podría superarlo jamás. Sin una idea clara de lo que haría a continuación, se precipitó a salir corriendo a festejar su nuevo récord, pero le fue imposible mover sus pies, y cayó de rodillas. Fue allí se dio cuenta de que sus pies estaban completamente hundidos en el lodo. Intentó quitarlos, pero parecía hundirse cada vez más. Cuando se encontró completamente inmóvil de rodillas hacia abajo, comenzó la desesperación. Gritó una y otra vez, esperando ser oído. Pero la lluvia era más estruendosa que su voz diminuta. No habían vecinos cerca y sus padres tenían asuntos más inmediatos que atender, como intentar convencerse de que los problemas de convivencia radicaban en tan sólo uno de ellos. Los gritos ahora parecían superponerse a la lluvia. Su torso estaba siendo consumido. Y un intercambio violento de insultos fue lo último que Patito escuchó antes de ser engullido por completo.
La caída le hizo llorar. Patito se golpeó su codo derecho con fuerza, y su espalda le tronó. Cuando se secó las lágrimas, se dio cuenta de que estaba en otro sitio. No reconocía aquél lugar. Era una especie de cueva iluminada tenuemente de un tono amarillento. El piso estaba polvoriento y las paredes eran de pura roca. No se volteó hasta que oyó una voz a sus espaldas.
- Hola, Patito – dijo alguien – Un gusto conocerte.
çSobre una mesa larga, habían varias... ¿Personas?...
Al menos tenían cierto aire humanoide. Pero Patito no estuvo muy seguro. Sus vestimentas le recordó mucho a los trajes de murgas, aunque muchísimo más producido. Incluso no parecían vestimentas, sino más bien parecían ser parte de su cuerpo. Toda la tela estaba muy bien amoldada. Si es que aquello era tela. Patito dudaba de todo.
- ¿Estás bien? - preguntó el de traje rojo – Ese golpe ha sido duro.
- Sí... - dijo el niño – Creo que los conozco. ¿Son murguistas?
- ¿Murguistas? - rió – Sí, esos somos, en cierta forma. Si quieres llamarnos así, está bien. Pero somos mucho más que eso. Y sí, nos conoces.
- Pero... ¿De dónde?
- Bueno, tus nos diste vida, de alguna forma – el murguista rojo sonreía ampliamente - Somos representaciones de tus emociones... Ven, siéntate con nosotros.
Patito se puso de pie, jadeó un poco de dolor, pero continuó. Tomó asiento en una esquina, al lado de un murguista gris y frente a otro anaranjado. La silla era muy baja y la mesa quedaba casi a la altura de su frente. Desde aquella perspectiva parecían enormes.
- ¿Ustedes son humanos? - preguntó Patito, confundido e inseguro.
- ¿Por qué no lo seríamos?
- Es que no parecen del todo...
- Bueno, somos prototipos mentales. La mente es confusa.
- ¿Proto... qué?
- Así nos imaginaste tú. Somos tus amigos. Tenemos apariencia de murguistas porque te has inspirado en ellos. Si prefieres llamarnos así, no hay problema. ¿Te gusta mucho el carnaval, no es así.
- Sí...
- Bueno, ahí puede estar la respuesta.
Patito presenció en su cabeza un recuerdo difuso de una murga que actuaban con trajes similares. Recordaba, aunque no con exactitud, el traje rojo que traía puesto uno de los artistas. Los había visto quizás en algún show en vivo por televisión. Solapas y mangas anchas, cintura ajustada y pantalones holgados. Zapatos puntiagudos. Sombrero que se asemejaba a una cresta de gallo enorme, aunque no exactamente. Maquillaje facial reluciente y colorido. Ese traje le dejó fascinado, y desde entonces el murguista rojo imaginario se había vuelto su amigo, a quien recurría cuando se sentía triste.
- ¿Comienzas a recordarme?
- Sí, eso creo. Pero te ves... diferente.
- ¿Diferente?
- No lo sé... Es... Incómodo.
El murguista esbozó una sonrisa, los demás se mantuvieron serios e inmóviles.
- Depende de cómo te sientas, es como me verás – le explicó. Aún así, Patito se mostró confuso– Mi función es comprenderte. ¿Te has sentido incómodo el día de hoy?
- Sí – se sinceró el niño – Mucho.
- ¿Quieres hablar de eso?
- Mis papás dicen que no hable sobre lo que pasa en casa.
- Entiendo – dijo el murguista rojo – Pero tampoco es bueno guardarse las cosas, ¿sabes? Tus papás no quieren verse expuestos, pero olvidan que tú también sufres.
- ¿Entonces, qué tengo que hacer?
- Quizá quieras ser parte de nosotros.
Patito se sentía inseguro, incluso sintió un poco de miedo ante la propuesta. Aquél lugar le hacía sentir asfixiado, y el estar ante todas aquellas personas inmóviles y extravagantes le producía pavor. Pudo incluso notar que sus rostros comenzaron a tomar un aspecto pálido, reseco y envejecido. Sus trajes ya no eran tan brillantes, y sus maquillajes comenzaban a agrietarse ante las arrugas pronunciadas. De pronto, sintió un impulso de escapar, en cuanto el sujeto a su lado, giró por fin su cabeza y fue el segundo en cobrar vida. Su vestimenta gris era un tanto más descuidada y no tan llamativa. A Patito le recordó a una de esas figuras clásicas estilo Miguel de Cervantes, aunque no conocía el nombre. Sobre todo por su cuello completamente cubierto por un ridículo exceso de tela ondulada y roñosa. Sin embargo, el tono de voz del sujeto, no resultó tan estremecedor como su aspecto. A Patito aquello lo tranquilizó de cierta forma, y ya no lo percibió tan siniestro.
- ¿Ah, sí? Me alegra que me tengas presente. Soy uno de los que hace más ruido, sin embargo, muchas veces, paso desapercibido. De mi depende algo tan trascendental como el ritmo, los compases y la interpretación temporal, aunque realmente, la mayor parte del tiempo, no soy muy valorado. ¿Me permites presentarte a mis aliados?
- Sí...
Ni bien el niño meneó su cabeza en gesto afirmativo, otros dos murguistas se incorporaron. Éstos simplemente saludaron con sus manos y una sonrisa, sin emitir palabras. Patito observó por debajo de la mesa, y reconoció unos platillos en las manos de uno de ellos, y un tambor más grande colgaba de la cintura del otro. Por la forma de malvavisco de sus baquetas, pudo reconocer que se trataba de aquél tambor que resonaba siempre muy estruendoso. Los aspectos de aquellos dos era muy similar a la del primero, aunque quizá un poco más oscurecidos, y sus sombreros eran también estilos de cresta de gallos, como el murguista rojo, aunque con sus respectivos colores.
El niño continuó observando el lugar. Cada detalle, cada rincón, cada rostro. Se percató de que habían dos mujeres. Quiso saber de ellas. Traje azul y violeta. Crestas un poco más pequeñas, que entonaban con sus físicos.
- ¿Esperándome?
- Claro. Es que sin ti, no somos nada. Nos alegra saber que estás aquí.
Cuando terminó el diálogo, volvieron a sus posiciones inmóviles. El niño saludó a los demás, y supuso que también sus labores eran la voz. El anaranjado, el verde, el amarillo, el marrón. Celeste, azul claro y otras tonalidades. Patito contó no menos de veinte. Se percató, aunque resultaba obvio desde el principio, que sólo hablándoles podía lograr que se movieran. Se preguntó si harían algo más que tan sólo hablar, saludar y sonreír. Señaló al murguista gris.
El murguista se incorporó, e hizo un redoble de tambor realmente impresionante. Veloz y perfecto. Volvió a tomar asiento, y regresó a su postura petrificada.
- ¿Puedes tocar los platillos? - le indicó al gris más oscuro.
Al igual que su aliado, hizo una demostración talentosa con su instrumento, para volver luego a su modo estatua.
Allí fue cuando el redoblante, los platillos y el poder estruendoso del bombo se fusionaron para crear una breve secuencia musical, que Patito reconoció de inmediato. Aun faltaba mucho para Febrero, pero deseó de pronto que el tiempo volara y volviese el Carnaval.
Luego pidió a una de las chicas que cantase.
Hoy no, mañana si... Son los estragos de la convivencia.
Hoy no es, mañana no será.
¿Deberé aprender a lidiar con la indiferencia?
Aquella estrofa le llegó profundo a Patito que, por alguna razón, la sintió como propia.
Entonces fue cuando solicitó a todos que cantasen al unísono.
Sin embargo, no ocurrió. Sólo se miraron entre sí.
- Eso depende de ti, no de nosotros – dijo el murguista rojo. Luego volvió a su condición inmóvil. Los demás no fueron la excepción.
Confuso, el niño comenzó a recorrer el lugar. Primero miró hacia arriba, e intentó divisar el sitio desde donde había caído. Pero allí no había más que roca sólida. Avistó algunos pasillos que daban hacia otros lugares que no alcanzó a reconocer. Debía adentrarse en las penumbras para descubrirlo. Sin embargo, apenas puso un pie en el inicio del túnel, una interminable línea de luces se encendieron, iluminando por completo el camino. Era demasiado extenso como para alcanzar a ver lo que había del otro lado, pero el niño se puso en marcha. A medida que avanzaba, las luces tras de si se iban apagando. De pronto comenzó a sentir un barullo proveniente del otro lado aún enigmático. El mismo se fue acrecentando hasta convertirse en gritos ensordecedores de ovación. Cuando Patito por fin logró llegar al otro lado, se dio cuenta de que estaba en una zona de palcos de una especie de anfiteatro enteramente rocoso. La escalera a su derecha conectaba directamente hacia el escenario. El niño tardó en darse cuenta de que todas las personas le observaban, expectantes. No había nadie en el escenario oscuro. Patito caminó hacia allí y, cuando llegó, el alboroto se esfumó. Observó desde el escenario ahora iluminado, y las personas ya no estaban. Él estaba seguro de haber visto una multitud, no estaba loco... ¿O si?
Recorrió el suelo de tablas mientras el sonido acuoso de sus botas de lluvia retumbaban en el silencio, haciendo un eco incontrolable. Habían micrófonos funcionales, listos para amplificar los sentimientos. Patito tomó uno de ellos, y lo ajustó a su altura.
Probando, probando... Uno, dos, tres, cuatro...
No entendía por qué los sonidistas solían decir aquellas palabras concretas y no algo diferente. Pensó en que tal vez sería una técnica efectiva estudiada por expertos en la materia. O tal vez simple costumbre. Por si acaso, no hizo nada diferente.
Se acercó al borde del escenario, y el vértigo le nubló la mente al percatarse de la altura del mismo con respecto al suelo del teatro. Cuando se volteó, algo llamó su atención.
Eso no estaba ahí hasta hace un momento, ¿O sí?
No. De haber sido así lo hubiera visto. Abría llamado su atención antes que nada.
Aquél traje de murguista de color negro brillante había aparecido de un momento a otro. Se acercó para observarlo más a detalle, y se dio cuenta de que parecía estar hecho a su medida. Desde dentro de la prenda colgaba también un sombrero de cresta, del mismo color que el conjunto.
¿Podía probárselo? O pertenecía a alguien más. ¿Había alguien más allí?
Todo estaba yendo de una forma extraña. Primero se había hundido en el lodo, luego había ido a parar a una cueva con un grupo de murguistas extraños. Había caminado por un túnel enorme y había llegado a un teatro con gente imaginaria que ya no existía. La aparición del traje era prácticamente lo de menos. Lo analizó mas a detalle, y algo le dijo que realmente le pertenecía.
Uf....
Qué bien se vería con aquella cosa puesta. Realmente estaba hecho a su medida. Comenzó a creer que todo allí estaba hecho para él. Era todo muy irreal. Un mundo perfecto. Completamente distante con el otro mundo en el que vivía que, desgraciadamente, no se sentía importante. Como un director de orquestas, se posó en el borde centro del escenario, y saludó a un público inexistente. Al darse la vuelta, allí estaban. Los murguistas. Tras él, completamente inmóviles nuevamente, pero de pie. Le dio un poco de pavor verlos esbozar amplias sonrisas descuidadas amarillentas y mirarle fijamente. Como si esperaran una orden. ¿Era eso?
Sin entender bien del todo lo que acababa de oír, Patito se colocó su traje de murguista. En cuanto terminó de acomodarse la cresta negra, todos abandonaron sus posiciones rocosas.
Patito comenzó a sentir comezón en su rostro. Y se percató de que ahora lo tenía repleto de maquillaje. La murguista violeta extrajo un espejo pequeño de uno de sus abismales bolsillos y lo abrió para que el niño pudiera verse. Patito se sintió extraño, pero era una sensación agradable.
- ¿Cómo es posible?..
Sus sueños solían morirse en la indiferencia, por eso Patito había olvidado también que alguna vez deseó ser un famoso director de murga. Al principio no entendía realmente la función que cumplían esos dementes apartados haciendo gestualidades extrañas al borde del escenario. En cuanto comprendió, deseó ser uno de ellos. Desde siempre, Patito debió aprender y deducir por su cuenta. Aún así, habían demasiadas cosas por saber...
Redobles anunciantes. Bombo aliado. Platillos acompasantes. Sólo dos personas en el público, en primera fila. Patito no necesitaba a nadie más.
Trompicones al ritmo de la percusión. Baile y expresión.
Murguista rojo:
Quiero saber
Si lograré sorprenderte ésta vez
Quizás entonces podrás comprender
La incertidumbre que abunda en mi ser...
Murguista violeta:
Quiero saber
Si ayudarás a calmar mi dolor
Y la nostalgia de mi corazón
Que desgarra mi voz...
Patito se sentía al rojo vivo. Bajo su traje negro de director, sentía su piel escocer. Miró hacia el público, hacia los únicos dos asistentes. Aquellas dos personas le observaban con detenimiento, culpables. Por primera vez en la vida, sintió que le escuchaban. Lástima que aquél no era el mundo real.
Al unísono:
Quiero saber
¿Cuál es mi culpa? ¿Cuál es mi deber?
Mi sueño es uno, fácil de entender
Amor entero yo quiero tener...
Sintió que por fin lograba exteriorizar todas sus emociones. Se habría sorprendido de saberse cada palabra de memoria, pero recordó que se trataba de su canción. Era experto en el rubro de sentir sin poder explicar. Un motivo podría ser su escasa edad, otro la gran cantidad de preocupaciones que le impedían muchas veces cumplir su función de ser pensante. Pero sus sentimientos por fin estaban siendo revelados.
La música continuó, junto a las estrofas que no paraban de surgir. Una canción interminable que en algún momento comenzó a perder intensidad. Los murguistas comenzaron a retirarse, sin perder el canto.
Al unísono:
Quiero saber
¿Cuál es mi culpa? ¿Cuál es mi deber?
Mi sueño es uno, fácil de entender
Amor entero yo quiero tener...
Las únicas dos personas del público comenzaron a discutir de pronto. Se perdían el momento culmine de la función. El niño intentó advertirles, pero las palabras ya no eran suficientes. Ni la canción tampoco. Sus trajes comenzaron a desintegrarse, junto con su maquillaje. La piel de cada murguista se agrietó, y comenzó a pulverizarse. Sus piernas flaquearon y pronto no fueron más que recuerdo. Sus voces comenzaron a tomar tonos graves espeluznantes, hasta mudar. Patito no fue la excepción. Quedaron reducidos a cenizas. Tan sólo algunos trozos de tela lograron sobrevivir, como evidencia de haber existido alguna vez, en algún lugar lejano...
Horas después...
Sólo recordaban que en algún momento había salido hacia el patio trasero, con su trajecito impermeable amarillo y sus botas azules. Solía hacerlo como parte del protocolo. Los gritos habían sido lo suficientemente fuertes como para interrumpir su sueño. Patito no había desayunado, tampoco había recibido los buenos días. Sólo escapó de la cotidianidad insoportable de las discusiones. Sus padres comenzaron a preocuparse. Patito no estaba por ninguna parte. Por primera vez en muchos años, los problemas personales pasaron a segundo plano.
Lastima que Patito ya no volvería.
Quiero saber
¿Cuál es mi culpa? ¿Cuál es mi deber?
Mi sueño es uno, fácil de entender
Amor entero yo quiero tener...
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