G.N. Arias
El surco del sofá le consumía casi por completo. El algodón de relleno estaba reducido a una simple masa uniforme que había cedido ya hacía meses. Para Carlos seguía siendo cómodo, su culo todavía se adaptaba muy bien a pesar de la dificultad para ponerse de pie luego. A pesar de sus casi cuarenta, no debería padecer tanto sufrimiento para ponerse de pie. No deberían de tronarle las rodillas de aquella forma.
Un vaso de fernet a su derecha, y el control de la televisión posando en su mano izquierda. Esperaba impaciente un nuevo clásico de fútbol entre Nacional y Peñarol. Se aclaró la garganta, listo para criticar la primera decisión arbitral en contra a pesar de ser correcta, o gritarle a todo pulmón fracasado al primer jugador que desperdiciara una chance clara de gol imposible de fallar.
Aquél era su ritual a pesar de saber que los fracasados tenían menos tiempo para decidir. Resultaba sencillo ponerse en la piel de crítico teniendo tiempo previo y posterior para analizar cuál pudo haber sido la mejor opción de definición. Los futbolistas deben decidir en apenas segundos. Ni que hablar de la presión de más de cuarenta mil hinchas a favor y en contra al mismo tiempo. Sus legados dependen de si el cuero redondo ingresó en las redes o no. Sin embargo, aquellas cuestiones evidentes no frecuentaban mucho su cabeza. El insulto hacia la pantalla no era más que una forma de desligue de tanto maltrato rutinario.
Era Domingo, su preciado día libre. Aún así, dedicaba mucho tiempo a repasar la pesadez de la semana superada. Se dio cuenta de que la mayoría de acontecimientos no eran más que lagunas mentales. Tenía la sensación de no haber existido. Silenció el televisor en cuanto se dio cuenta de que en realidad todo el mes había sido igual. Incluso el último año y también años anteriores. Observó su figura y se sintió despreciable. El olor a cigarro en el ambiente de pronto se volvió mucho más evidente. Todo parecía intensificarse. Carlos comenzó a sentirse irrelevante. Intentó recordar algo que le trajera un poco de esperanza. Se le vino la imagen de su amigo Jean Pierre. Hacía mucho tiempo no sabia de él y el día anterior lo había topado en el ómnibus camino a su trabajo. Fue una conversación totalmente genérica, en donde intercambiaron un rápido repaso de sus vidas en el trayecto a sus destinos. También se prometieron una reunión pronto, que ambos sabían que no sucedería jamás. Pero fue bueno volver a saber de sus respectivas existencias y que todo fuera relativamente bien. Siempre se podía estar peor. Porque habían personas pasándola realmente mal y, aunque suene egoísta, aquella era la mayor motivación que Carlos solía utilizar como refugio.
Jean Pierre había descendido en las inmediaciones del Palacio Legislativo. A pesar de que se hicieron muchas preguntas, Carlos olvidó enterarse en qué trabajaba actualmente. Recordó sí haberle dicho que seguía en el mismo trabajo de hacía veinte años, el bazar. Ese mismo trabajo que año tras año pensaba abandonar pero que finalmente tomaba forma de eternidad. Había conocido a Jean Pierre hacía algo más de quince años en su mismo empleo actual. Compartieron allí algunas navidades hasta que un día fueron transferidos a otras sucursales. Quizá también siguiera en lo mismo. Eso también le tranquilizó. Quien logra avanzar generalmente no utiliza el transporte público. Esa fue su deducción. Solía reconfortarle saber que la gente a su alrededor seguía tan estancada como él. Aunque claro, no podría jamás compartir éste aspecto tan sincero.
“Que te sea leve”, le había dicho Jean Pierre. Una frase que suele emplearse en ámbitos de trabajo. ¿A qué se refiere la gente cuando te dicen algo así? Es casi tan automático como un saludo o el típico “cuidate”. Ésta última solía ser una frase más de bien de relleno. Es como decir; No me interesaría demasiado si te fuera mal, pero ojalá te vaya relativamente bien. Aunque eso depende totalmente de vos. A mí no me pidas nada.
Tal vez su forma de recibirlo era demasiado pesimista. Pero a Carlos le resultaba algo semejante.
El bendito “Que te sea leve”, era algo más allá. Un deseo que depende más de la interpretación que de la realidad. Nadie se refugia en los deseos de que nos sea leve para afrontar el día. La rutina no disminuiría su intensidad por recordar que alguien deseó que nuestro día fuera leve.
Carlos creía que los deseos siempre escondían un trasfondo mucho más profundo. Si se desmenuzara la frase la frase en cuestión, quedaría algo como: “Deseo que tu rutina de hoy no sea tan basura como suele ser la mayor parte del tiempo. Espero de corazón, que puedas utilizar el día para algo más que no sea alquilar tu salud física y mental por un salario mínimo. De verdad desearía que tu jornada sea lo menos esclavizadora posible y, que al llegar a tu casa, aún conserves un poco de energía para vivir de verdad. En verdad espero que tu vida no sea tan miserable. Al menos por hoy.”
Claro, todo era cuestión de interpretación personal. Así resonaba la frase en la cabeza de Carlos, que había perdido todo interés en el cambio. A los veinticinco también solía convencerse erróneamente que estaba llegando tarde. Ahora, con cuatro décadas encima, caía en la cuenta de lo equivocado que había estado, y que aún está. Sigue estando a tiempo, sólo que a veces prefiere la ceguera por encima de un vistazo sincero de su realidad. Es menos trabajoso vivir con preocupaciones de personas inconformistas. La superación supone complejidad.
Ahora, ¿Cómo sobrevive siendo consciente de su ausencia de propósitos? Es una cuestión opacada por la misma comodidad del sofá, desgastado pero aún funcional, que de igual forma comenzaba a darle un ligero dolor lumbar. Hubiese querido levantarse, pero es su día libre. ¿Qué más podría esperarle allí afuera?
Mientras repasa su rutina, un pensamiento fugaz le cruza por la cabeza. Un repentino arrepentimiento. Una sensación de infelicidad. Un golpe bajo a sus creencias. Autocrítica.
Pero logra disipar los demonios con un rápido vistazo a la pantalla. Peñarol ganaba 2-0 en apenas diez minutos de juego.
La determinación no duró demasiado. Carlos volvió a su realidad. Todo era culpa de esos fracasados que no podían dar dos pases seguidos.
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