Gonzalo Arias
Recién cuando habían logrado vencer la dulzura engañosa de la costumbre, llegaron a la sana conclusión de que lo mejor era separarse. Evidentemente, los días posteriores habían sido una mezcla de arrepentimiento y convicción. Aún había deseo, de cierta manera, pero no había sido tan fatídico como creían. En los días de crisis, era una necesidad volver a estar mal. Aunque a esa altura todo se disipaba rápidamente. A lo mejor ninguno quería admitir que, al final del camino, no había sido lo que esperaban. Sería un despropósito decir que su relación había sido una pérdida de tiempo, aunque a veces era inevitable creerlo. Ambos tenían la sensación de que debían recuperar tiempo perdido, lo cual era una señal más bien deprimente. Un balance completamente pesimista de lo que habían sido tantos años de relación. Una gráfica en rojo infinita que traspasaba la lámina de papel. El verdadero culpable del desgaste variaba según la versión. Aunque en realidad, había sido obra de ambos. Las personas suelen buscar siempre un culpable y una victima cuando en realidad, en la mayoría de ocasiones, el desgaste se da por contribución mutua. Pero ese aspecto suele ignorarse. De ninguna manera seremos capaces jamás de repartir las virtudes y responsabilidades de manera equitativa.
Sofía y Martin solían creer que eran atómicamente idénticos, una idea que al principio les enorgullecía, pero con el tiempo les comenzó a disgustar. Se dieron cuenta que, mas bien, eran contrarios. No siempre ser iguales es una razón para continuar, a la vez que ser opuestos no supone un reto interesante para todo el mundo.
Incluso se opusieron en sus maneras de sobrellevar la ruptura. Sofía prefirió viajar y desconectarse completamente, mientras que Martin intentó crear nuevos vínculos y estar más presente con su entorno mas cercano, a quienes ahora creía haber abandonado por priorizar a su pareja.
El viaje de Sofía fue planeado con poca antelación. Solía preocuparle no tener un control absoluto sobre cada detalle de las cosas. Para ella, la planificación responsable era fundamental. Pero ésta vez, prefirió ser arrastrada por el azar. Eligió Geirangerfjord, Noruega, como destino. Necesitaba montañas, aire real, aromas distantes al combustible y concreto de la ciudad.
Alquiló una cabaña por internet, que fue lo único que le requirió más atención, sobre todo para asegurarse de que no le estafaran. Allí pasaría los próximos cuarenta días.
¿Te vas cuarenta días? - quiso saber su amiga.
Sí. ¿Qué tiene de malo? - preguntó Sofía
No hay nada de malo con eso. Me encantará que te tomes unas vacaciones. Lo que no entiendo es por qué querés irte sin teléfono. Si me muero no vas a enterarte – bromeó.
Las personas hace cincuenta años atrás viajaban sin teléfono, y vivían tan bien...
Lo sé, pero ya no estamos en esas épocas. Es necesario estar conectados. Además, vas a estar del otro lado del mundo. Necesitás guiarte. Necesitás internet, el mapa, información.
Llevo un mapa de enciclopedia. Si me pierdo, pregunto. Mucha gente allá habla inglés.
¿Un mapa de enciclopedia? Estás loca...
No lo digas...
No...
Su amiga solía molestarla diciéndole que la ruptura con Martin le había vuelto loca. Aunque ésta vez lo creía de verdad. Comprendía de principio a fin su necesidad de despejar su enredo mental Pero irse a un lugar desconocido por cuarenta días sin teléfono móvil, lo consideraba una aventura arriesgada.
Voy a estar bien, preciosa – le dijo, intentando disipar su entrecejo que denotaba preocupación – Llamaré cada semana para tranquilizarte.
Está bien, andá – dijo ella – No tenés por qué llamar. Vas a estar bien. Si es lo que querés, hacelo.
<<Necesitás internet, un mapa, información...>>
¿Realmente era necesario tanta conexión? ¿O nos han hecho creer que necesitamos depender de una pantalla? Ella creía que jamás todo aquello había sido una necesidad. Simplemente una facilidad. Y, como todo lo que involucra facilidades y dinamismo, el ser humano lo necesita.
Unas vacaciones extensas al otro lado del mundo, era todo lo que necesitaba. Pero incluso a sus treinta y cinco años, Sofía seguía necesitando la valoración de Mara, su amiga. Era el único ser humano imprescindible en su vida. Todos necesitamos alguien que valore nuestras decisiones, sea para bien o para mal. Agradecía que, a pesar de su preocupación, entendiera su decisión un tanto rudimentaria. Era una experiencia que llevaba años postergando, a la que Martin se había opuesto toda su vida. Conocer las montañas de Noruega, alquilar una cabaña de madera y vivir al ritmo de los lugareños por algunas semanas.
Era surrealista pensar en que, hoy día, resultara una rareza intentar desaparecer unas semanas desconectado del ritmo vertiginoso de la sociedad superconectada. Por suerte no tenía nadie a quien preocupar demasiado. Lastimosamente sus padres habían fallecido. Era hija única y tan sólo tenía una amiga, a la que últimamente veía cada vez que Mercurio se acercaba a la órbita de Neptuno. Bueno, quizá también Martin...
Con sus gafas exuberantes, su vaso térmico desbordante de café cargado y sus mejores prendas, partió un sábado a tempranas horas rumbo a tierras nórdicas. El Aeropuerto Internacional de Carrasco era un cementerio de viajeros dormitando. Sofía intentaba mantenerse en pie, pero ni el café lograba mantener sus párpados despegados. La realidad era que deseaba ya estar encima del avión, reclinada en su asiento designado retomando el sueño interrumpido. Esperaba superar pronto a ese momento tenso en el que la azafata expone su show teatral en el que indica la manera idónea de colocarse la mascarilla de oxígeno en caso de que el avión decida reventar en pleno vuelo acabando con las ilusiones de todo el mundo. Para luego sí, dar paso al instante mas preciado en el que reducen la intensidad de la luz para permitir a los viajeros un sueño más profundo.
Desgraciadamente la luz interior siguió brillando tan fuerte como el sol que comenzaba a impactar en un sector del avión. Justamente, claro está, en medio de su cara. Sofía maldijo haber olvidado su antifaz de dormir. ¿Qué persona respetable en éste mundo olvida algo tan básico para un viaje de mas de diez horas?
Estimados pasajeros – se interpuso una voz robótica - Informamos que, a partir de éste momento, está permitido el uso de aparatos electrónicos.
Sofía suspiró. Palpó su bolsillo, pensando en conectarse a la red wi-fi del avión y divertirse con algunos vídeos ridículos.
Pero lo recordó al instante.
Por un momento sintió un profundo arrepentimiento. Pero sabía que aquello no era más que algo pasajero. Desde hacía un tiempo venía intentado acostumbrarse a un proceso paulatino de reducir el tiempo que invertía en pasar pegada al teléfono deslizando el dedo, sin más, muchas veces sin recibir ni siquiera diversión a cambio.
Había guardado un par de libros en el bolso que llevaba consigo, pero eso implicaría levantarse del asiento y revolver el equipaje. En ese momento no estaba dispuesta, tal vez más tarde.
Echó un vistazo a las alternativas de entretenimiento más instantáneas que ofrecía la aerolínea. Deslizó la pantalla táctil ubicada frente a sí, y encontró algunas cosas que podían llegar a rellenar de manera aceptable el tiempo vacío. Invirtió incontables horas en nutrirse de documentales sobre vida extraterrestre, llegando a la conclusión de que era imposible estar solos en un universo tan extenso. Por último decidió torturarse emocionalmente reproduciendo Me Before You. El impacto sentimental de esa película seguía siendo tan intenso como la primera vez. Era de sus cintas predilectas. Aunque también le idiotizaba sobremanera. Comenzaba a rendirse ante la nostalgia, la de tipo engañosa. En ese momento sintió ansias impostergables de abandonar aquél avión y abalanzarse a los brazos de Martin.
Por suerte la estupidez le duró poco tiempo. Se había dormido en algún momento, y despertó debido a la inquietud de los pasajeros una vez informados de que comenzaría el proceso de aterrizaje. Sofía tardó algunos minutos en comprender del todo qué sucedía. Los ojos bizcos y repletos de lagañas como los de un gato cuando se le interrumpe se anhelada décima siesta del día. Su aliento apestaba, y su cabellera era una maraña de hilos negros sin dirección. Se avergonzó al pensar que quizá se la había pasado las horas roncando como un oso. Demoró en darse cuenta de que el pasajero sentado hacia el pasillo de la fila contigua, le dirigía la palabra con entusiasmo. Acomodó su pelo desorientado y despejó sus ojos con un violento frotamiento al percatarse de la belleza privilegiada de aquél hombre.
¿Qué me has dicho? - preguntó, en un tono grave.
Estuviste muy ocupada durante todo el viaje – dijo él, sonriente – Envidio tu facilidad para dormir. ¿Cómo le haces?
A Sofía se le encendió la señal de alerta. Una sirena ensordecedora interior hizo vibrar su cerebro. Aunque le dolió, apenas le dirigió una sonrisa. El tipo parecía algo menor a ella, aunque no estaba muy segura. Notó como él se enrojecía de vergüenza. Probablemente se había sentido completamente ignorado. Pero Sofía no quería caer en la trampa macabra del destino. No habrían amores pasajeros en sus vacaciones. Castidad absoluta.
2
La ciudad de Oslo terminó por rogarle que disfrutara unos días más de su extensa y exclusiva nocturnidad. Pasó allí más de la cuenta, pero al quinto día abandonó la capital para sumergirse en otro vuelo hasta su principal destino: Geirangerfjord. Allí se alojaría en una cabaña bajo la ruta 63, al borde del río Geirangelva, una extensa masa de agua que fluye desde el lago Djupvatnet hacia el fiordo Geirangerfjord, pasando por el pueblo de Geiranger, donde Sofía sería por fin feliz. Una mujer montevideana intentando adaptarse a una cultura distante en el menor tiempo posible.
El último trayecto se trataba de un viaje corto de quince minutos en coche que le llevaría a destino. Pero prefirió utilizar sus pies como medio de transporte. Con su pequeña valija en mano y su monstruosa mochila que le hacía crujir la espalda, se lanzó hacia la aventura. Se sintió un poco anticuada al guiarse con su súper mapa impreso que en realidad supo luego que estaba desactualizado. De todos modos, le fue fácil encontrar alguien que supiera guiarle. Enfiló hacia la ruta 63, y desde allí descendió por un empinado valle que le permitió ingresar al pueblo de Geiranger más rápidamente. Aquello le costó algunos raspones. Su valija se le escapó de las manos y rodó colina abajo, pero el elevado precio que alguna vez había pago por ella confirmó su buena calidad. La valija le esperó allí abajo, mucho más entera que ella.
Su actitud kamikaze alertó a algunos lugareños que se acercaron con sigilo. Sofía se incorporó, tomó sus pertenencias desparramadas y sonrió. Pensó en que aquello había sido una mala idea y que se encargarían de regresarla nuevamente hacia Uruguay. Pero el tono que emplearon no fue duro ni mucho menos de desconfianza.
¿Estás bien? - le preguntaron en noruego.
Sofía no entendió ni media palabra. Se limitó a sonreír nuevamente.
¿Español? - preguntó. Pensó en que tal vez nadie hablaría español allí. Sorprendentemente, dos personas respondieron afirmativamente.
Nos preguntábamos si estabas bien – el acento era evidente.
Ah, sí. Muchas gracias. Estoy recontra bien.
¿Recontra? - preguntó una chica noruega. Alta como un basquetbolista, rubia y ojos claros que Sofía no pudo distinguir si eran azules o verdes - ¿Argentina?
No, por dios. Soy uruguaya.
Ah, ya. Es que hace poco conocí algunos turistas argentinos y ya he escuchado la palabra “recontra” antes. Jamás comprendí cómo usarla correctamente.
Sí, tenemos costumbres y acentos muy parecidos. Pero a la vez somos muy diferentes. ¿Hay muchos argentinos acá?
La verdad es que no. Conocí unos pocos éste verano pero ya no están aquí. Tampoco hay gente América sur casi. El invierno comenzará pronto y aquí el turismo comienza a ser cada vez menos.
Sofía se sintió aliviada. En el transcurso de sus vacaciones no quería coincidir con nadie que le recordara su propia cultura ni similar. Quería estar en un mundo completamente alejado. A su vez, agradecía que hubieran personas que manejaran el español y algunos con tanta soltura como en el caso de la joven esbelta de pupilas multicolores.
Al adentrarse en el pueblo, Sofía comenzó a deleitarse con los primeros paisajes. Era principios de Diciembre. El clima estaba agradable, aunque le advirtieron que aquél solazo amigable era una anormalidad sin precedentes. En los próximos días las temperaturas descenderían drásticamente.
¿Por qué venir en ésta época y no en verano? - A Sofía le resultó gracioso como un verbo podía resolver todas las conjugaciones que los extranjeros desconocían.
Porque el verano me deprime. Prefiero el invierno.
Oh, eres rara.
Puede ser que sí – Sofía sonrió.
¿Dónde te quedarás?
Sofía extrajo un papel con la dirección exacta. Se lo extendió a la chica alta de color de ojos irreconocible, y le preguntó su nombre.
Mi nombre es Synnøve – respondió ella, un poco distante. La chica aún seguía concentrada en la dirección escrita en el papel.
¿Qué pasa?
La dirección. ¿Estás segura que es aquí?
Y... Imagino que sí.
¿Dónde lo has reservado?
Por Internet.
Ya. Lo mas probable es que te hayan estafado. - dijo, y sonrió – Pero eso no importa. Podemos conseguirte hospedaje.
Sofía no sabía como sentirse al respecto. Solía bloquear su tarjeta luego de hacer algún tipo de transacción por internet, por lo que no debería preocuparse. Aunque el dinero invertido en la cabaña fantasma probablemente ya estaba depositado en alguna cuenta de banco en algún paraíso fiscal.
Un detalle le sorprendió en cuanto fue capaz de percibirlo. Algo no cuadraba. El sol comenzó a ocultarse de pronto. ¿Era ya de noche?
¿Qué hora es? - preguntó.
Ya son casi las tres y media.
¿De la tarde? - su propia pregunta le resultó patéticamente evidente.
Claro.
Pero...
¿Qué?
¿Cómo puede estar anocheciendo a mitad de la tarde?
Aquí comienza a oscurecer por éstas horas. Recuerda que aquí... sitio alto. Aquí las cosas no son como en Aragui.
¿Aragui?
¿De dónde vienes?
Uruguay.
Eso quise decir.
Sofía sonrió. Al parecer Geiranger tenía mucho más para ofrecer de lo que imaginaba. Sería increíble poder vivir la experiencia de noches interminables.
El frío comenzó a resoplar de pronto. Sofía se refugió en su chaqueta, pero no fue suficiente. Era un frío punzante, helado en el sentido más amplio. Era como si aquella temperatura agradable inicial no hubiera sido más que una cálida bienvenida. El clima había perdido toda su compasión, y le obligó a acostumbrase rápido.
Synnøve la recibió en su casa. Sofía no sintió desconfianza en ningún momento. A la luz tenue de la cabaña, reconoció que los ojos de Synnøve eran grises. Fue algo espectacular, jamás había visto unas pupilas semejantes.
La joven vivía con su madre, una encogida anciana amable, que perfectamente podría incluso ser su abuela, y otra chica adolescente que supuso era su hermana pequeña. Ambas fueron amables y hospitalarias. Le ofrecieron algo caliente, y Sofía rápidamente logró vencer el frío.
Allí no habían cortinas. Los ventanales dejaban ver cada centímetro de paisaje posible. De pronto el viento se hizo aún más malévolo, y comenzó a nevar.
Hasta que al fín – dijo Synnøve – Ya se había tardado.
¿Qué cosa?
La nieve. Has llegado tú y todo ha vuelto a la normalidad. ¿No serás, acaso, alguna especie de diosa del clima?
Sofía se sonrojó. Negó con decisión.
¿Te gusta la nieve?
La verdad es que para mí es como un lujo. En Uruguay no hay nieve. Sólo heladas. ¿A ti?
Es bonita hasta cierto punto. Hay temporadas en las que se queda todo cubierto de nieve y ya no es tan bonito – se mostró algo preocupada al decirlo - ¿Quieres ayudarnos? Estábamos a punto de comenzar con las decoraciones navideñas.
Aquello le inundó el alma de felicidad. La cabaña, los ventanales. La nieve. La navidad latente. La hospitalidad. El espíritu festivo. Todo le resultaba algo completamente ajeno. Sin embargo, era un momento que siempre había estado esperando. Algo que desde siempre había formado parte de su escencia, sólo que jamás tuvo con quien exteriorizarlo y compartirlo con semejante entusiasmo.
3
Día 20
Es común asociar el rápido paso del tiempo con diversión. Pareciera que, cuanto más felices somos en un sitio con determinada compañía, el tiempo no es tu mejor aliado. Se empecina en marcharse pronto, y todo se torna efímero. Sofía, sin embargo, sentía que aquellos veinte días transcurridos habían sido una eternidad. Como si llevara años viviendo allí y todo aquél reducido grupo de habitantes fueran su familia.
A pesar incluso de la corta duración de los días en Geiranger y la temporada baja, habían demasiadas actividades para realizar. La naturaleza allí te ofrecía un constante abanico de posibilidades imposible de experimentar por completo y a detalle en cuarenta días. Los lugareños se habían encariñado con aquella forastera uruguaya que había llegado un día rodando por las colinas, estafada por Internet y buscando desesperadamente dónde quedarse, pero sobre todo buscando un poco de claridad mental. Aún seguía resguardándose en la cabaña de Synnøve. A diario Sofía le recordaba que le ayudara a encontrar otro sitio donde quedarse. No porque se sintiera mal allí. La realidad era que la calidez con la que era recibida fue acrecentándose cada día. Sólo no quería ser una molestia mas adelante. Cuando se lo planteó desde esa perspectiva, Synnøve se había mostrado notoriamente ofendida. Sofía ofrecía dinero a diario que muy rara vez aceptaban. No podía evitar sentirse un estorbo en ciertas ocasiones, aunque las personas en Geiranger se encargaban constantemente de hacerle sentir lo contrario. Para seguir acostumbrándose al estilo de vida de los lugareños, tan distante a sus apreciaciones, debía intentar dejar atrás muchas de sus propias costumbres. Al menos mientras estuviera allí.
En esos veinte días había memorizado todo el paisaje nevado del fiordo. Había intentando esquiar, pero luego de unos buenos golpazos abandonó la idea. Era importante darse cuenta cuando no se está hecho para determinadas actividades.
La Navidad había sido espectacular, y el año nuevo prometía el mismo entusiasmo festivo.
Las noches extensas eran lo más preciado para Sofía. Jamás había experimentado la sensación de adentrarse largas horas en un cielo oscuro con entera despreocupación. Pero aquella noche en particular, tuvo lugar un evento espectacular. Las condiciones climáticas permitieron avistar algo que Sofía jamás había tenido la oportunidad de presenciar; las auroras boreales. Incluso no sabía con certeza si era algo real. Se trata de un fenómeno natural exclusivo de las zonas polares. El cielo aquél día se tiñó de una amplia variedad de tonos azulados, verdes y rosados, que zigzagueaban en el firmamento como si de una coreografía milenaria se tratase.
Sofía escaló una pequeña zona montañosa hasta donde su limitación física humana se lo permitió. Luego se desplomó en la cúspide de una roca desde la cual se observaba el evento con mucha más nitidez y amplitud.
Fue mágico. Pareció como si aquella luminosidad multicolor hubiera despertado en ella la más absoluta paz. Deseó que ese momento fuese eterno. Quería detener la vida y el tiempo en ese preciso instante. Deseaba que esa experiencia fuese un bucle constante por el resto de la eternidad. Sentía que ya no habría nada más increíble por vivir. Rodeada de desconocidos que ya eran más que muchos conocidos.
Sofía sintió plenitud, quizá por primera vez en su vida. Alejada por completo de su espesa vida rutinaria que había abandonado por cuarenta días, había aprendido a sobrevivir sin la obligatoriedad de permanecer con el ícono en verde encendido todo el día y tecleando a todo mundo.
Por un momento se preguntó como estarían las cosas al otro lado del planeta, allí, en su tierra, en su entorno. Su país. Un país que tanto amaba, a su manera , pero del que decidió escaparse un rato largo. Dedicó unos momentos en pensar en Martin, y como estaría sobrellevando las cosas. Era fin de semana e intentó deducir con quién estaría acostada su amiga en ese preciso momento. Sonrió.
Sofía no sabía que por allí las cosas no iban tan bien.
4
Día 39
Enero iba encaminado hacia la mitad, y las vacaciones a su fin. Aquél día Sofía despertó por última vez en Geiranger. Observó todo a su alrededor por última vez. La cabaña, la madera inamovible de las cuchetas que jamás había escuchado quejarse, el entorno; pequeño pero acogedor. Synnøve, su familia. La gente del lugar. Recordaría aquello por siempre. Pero había algo mejor; sabía con toda seguridad que volvería pronto.
Aprontó sus cosas intentando no alterar el silencio interior. Sólo se distinguía el resoplido porfiado del viento, y la nieve que comenzaba a espesarse cada vez más. Se dio un baño de agua caliente, se preparó un desayuno acompañado de mate. Se dio cuenta de que en casi cuarenta días, era apenas la segunda vez que tocaba el mate. La primera había sido para participar en una charla profunda de intercambio de costumbres. Synnøve había entendido por fin como emplear la palabra “recontra”, y muchos otros modismos rioplatenses que le resultaron divertidos. Sofía percibió allá por el día quince que había logrado arraigar profundamente el “Ta” uruguayo en el vocabulario de Synnøve; Un modismo multifuncional capaz de encajar en cualquier ámbito sin excepción alguna.
Pero algo extraño sucedía aquél día. No había nadie allí. Ojeó por las ventanas traseras, pero no alcanzó a ver nadie caminando por las calles. Quizá por la gruesa capa de nieve, las personas habían decidido resguardarse. La cuestión era que Sofía debía estar en el aeropuerto en media hora, y no habían rastros. No quería irse así, sin más, pero no quedaba otra opción.
¿Habían salido? ¿Volverían pronto? ¿Habían olvidado que hoy era su último día? Sofía consideró la última opción, pero rápidamente la descartó. Se habían pasado la noche hablando sobre el tema, y sobre cuánto se iban a extrañar, además de enfatizar y procurar otra visita de cuarenta días muy pronto.
Se apenó, realmente. No sabía los motivos, pero Synnøve y su familia no estaban allí. Alguien se había ofrecido en llevarla, y esperaba que aquél abuelo llamado Matt que vivía a dos calles tampoco se esfumara. De lo contrario no habría forma de salir de allí. Arrastró con dificultad sus dos maletas y, al abrir la puerta, se llevó un susto. Un agradable susto.
Su fotografía mental no alcanzó a captar todos los rostros que le esperaban allí fuera. Todas aquellas personas le aguardaban para escoltarla hacia el aeropuerto. Sofía se emocionó, pero el frío de fuera congelaba sus lágrimas antes de que llegasen a sus mejillas.
Fue una larga despedida. Incluso debió agradecer y saludar a personas que no recordaba haber visto. Dejó su contacto a Synnøve, quien lagrimeó desconsoladamente.
Todo aquello había sido de una rareza demencial. Interesante, sanador, e inolvidable. Pero de todas formas, no dejaba de ser una raro. Una rareza que allí parecía ser una forma de vida.
Una vez en el avión, se recostó y deseó nuevamente que en algún momento se quedase dormida indefinidamente como en el viaje de ida. Una vez que los dos asientos contiguos fueron ocupados, se quedó allí, expectante. Geiranger ya había pasado a ser recuerdo. Esperaba volver antes de que la mente comenzara a dudar y las anécdotas se tornasen confusas.
Cerró sus ojos, e intentó perderse en sueños. Aún así, el destino le tenía otros planes.
Hola – dijo alguien a su costado. Su voz denotaba amabilidad.
Sofía ignoró aquello. Pero abrió los ojos en cuanto consideró la posibilidad de que quizá se estuvieran dirigiendo a ella. Y en efecto así fue.
El mismo tipo que había lanzado la caña de pescar sin éxito en el viaje de ida, volvía a hundir el anzuelo en las aguas tormentosas de Sofía.
Ésta vez ella sonrió, como voto de confianza. El joven le devolvió el gesto.
Qué casualidad – dijo él. Su voz imponía una confianza inmediata, algo que a Sofía le solía desagradar en las personas. Pero ésta vez le encendió.
No creo en las casualidades – dijo ella, convencida. Se mordió el labio inferior instintivamente – Todo siempre pasa por algo.
5
Se llamaba Máximo y quería coronar ese mismo día. El tipo del avión se había puesto cachondo ni bien bajar de la nave. Sofía descartó la posibilidad de raíz, antes de que se volviera un estorbo y no quisiera volver a saber de él. Le resultaba atractivo y con una inteligencia muy por encima de la media, pero era evidente que el cansancio le afectaba la claridad mental. Además, después de casi quince horas de viajes entre escalas y retrasos, lo que menos quería era ir a tomar un café y comenzar un nuevo ciclo de enamoramiento. Le dejó su numero de contacto y se abalanzó al primer taxi que encontró. Su excusa fue una razón real; cansancio. Sólo quería darse una ducha para luego dormir sin alarmas ni contratiempos. El viaje de vuelta había estado plagado de interrupciones.
El clima acelerado de la ciudad de Montevideo amenazaba con destronar en cuestión de minutos toda su paz generada en Geiranger. Sofía intentó ser indiferente, al menos hasta llegar a su hogar y resguardarse allí, con las persianas bajas buscando el mayor aislamiento sonoro.
Su apartamento se encontraba en plena Avenida 18 de Julio, por lo que había logrado aprender a ignorar el barullo incesante.
Luego de una ducha extensa alternada entre agua caliente y fría, ojeó a la mesilla de noche y avistó a un viejo conocido. Su teléfono aún descansaba en el mismo lugar. Una gruesa capa de polvo colmaba su pantalla. Al levantarlo, la marca rectangular quedó perfectamente dibujada en la masilla que también sufría hiperpoblación de residuos microscópicos. Intentó encenderlo, pero la batería estaba tres metros bajo tierra. Ni siquiera contaba con un ápice de energía para mostrar la típica señal roja de batería baja. Conectó el teléfono moribundo directo a la electricidad, y casi pudo oír cómo el aparato suspiraba, reviviendo luego de cuarenta días.
No te extrañé para nada – dijo, mirando el ícono de manzana mordida – Pero ya que estamos aquí... A ver qué me traes de novedoso.
En algún momento, Sofía se quedó dormida en el sofá junto a su cama. Luego se despertó, y la posición en la que se encontraba le había generado una contractura que solucionó con un violento estiramiento. Se tiró en la cama y durmió indefinidamente. Despertó a la noche, con los pies en la tierra y la mente mas allá de Kepler-22. Le dolía la cabeza de tanto dormir. Sin embargo, aquél malestar duró poco. La sensación de satisfacción única que se siente cuando se descansa debidamente despejó cualquier molestia física. Fue abriendo sus ojos paulatinamente para poder acostumbrarse al brillo del teléfono. Digitó su clave sim y luego su clave de desbloqueo. Configuró el móvil en modo vibración, y lo dejó a un costado esperando que todas las notificaciones suspendidas por cuarenta días cayeran como granizos. El teléfono vibró tres minutos seguidos sin descanso. La mayoría de notificaciones eran noticias sin relevancia recomendadas por Google. Despejó todas y cada una de ellas, y sintió una necesidad primaria de hablar con su amiga. La llamó, pero no obtuvo respuesta. Ni siquiera el contestador. Entró a Whatsapp y fue indiferente a la cantidad de mensajes que tenía. No tenía intención de leerlos. Probablemente fueran cosas vinculadas al trabajo. Clientela molesta sin escrúpulos. Ni siquiera los ojeó por encima para captar algo que llamase su atención. Buscó directamente el nombre de su amiga. Tenía un mensaje de ella, de hacía 35 días.
Te extraño. Me quiero asegurar de que realmente no llevaste tu teléfono.
Sofía le escribió una tanda interminable de mensajes.
Tampoco obtuvo respuesta.
Un desolado tic mostraba que el mensaje apenas había sido enviado, pero no había llegado aún a destino. Pensó en la posibilidad más común. Quizá ella tenía su teléfono apagado. Pero le resultó extraño de todos modos.
Luego de algunos intentos más, se rindió. No quería seguir insistiendo. Tal vez estaba ocupada y era cuestión de tiempo para que le devolviera la llamada.
Había entrado nuevamente en un estado dormitivo cuando su teléfono sonó. Le costó entender lo que veía en pantalla, aún se sentía confusa. Cuando la lucidez fue suficiente, atendió la llamada.
¡Amiga! - dijo Sofía. Su tono era somnoliento a la vez que alegre - ¿Dónde estabas, maldita?
El silencio sepulcro fue la peor respuesta que Sofía escuchó en años. O quizá en toda su vida. Pudo oír también un leve suspiro del otro lado. Un suspiro agitado y desolador.
¿Hola? - insistió.
Hola – respondieron del otro lado. Aquella voz no era la de su amiga.
¿Mara?
No – respondió una voz lúgubre – Elizabeth.
Elizabeth era la hermana menor de Mara. Sofía apenas sabía de su existencia. Intentó asignarle un rostro en su mente, pero le fue imposible. A pesar de que Mara y Sofía compartieron muchos años de amistad, sus familiares eran enigmas. Mara por alguna razón jamás había querido presentarlos, mientras que Sofía, directamente, no tenía familiares que presentar.
Ah, hola, Elizabeth. ¿Cómo estás?
¿Cómo puedo estar? - respondió ella, notoriamente desafiante.
Sofía se quedó expectante. Esperando algo más. Elizabeth también esperó algo.
¿Cómo está Mara?
Claro... ¿Cómo ibas a saberlo, no?
¿Saber qué?
Mirá, perra puta. No quiero que vuelvas a llamar, ¿Me oíste? Olvidate de éste número, y olvidate de Mara – Su tono se fue acrecentando – Siempre tuve razón. Había algo de vos que no me cerraba. Siempre fuiste una mierda, una basura... ¿Eran tan importantes tus vacaciones de mierda que no fuiste capaz de visitarla un mísero día? Hija de puta... No me extraña que Martin haya terminado así...
Un impulso repentino obligó a Sofía a colgar el teléfono. Su corazón latía más allá del millón de pulsaciones. Se quedó un minuto observando su pantalla, como esperando que el propio teléfono móvil le le brindara una explicación de lo que acababa de ocurrir.
Deslizó la pantalla hacia la derecha, y seleccionó Whatsapp. La aplicación indicaba incontables gigas en mensajería. A Sofía no le había resultado extraño, pero en verdad lo era.
Pero había algo incluso más fuera de lo común. Había una larga lista de chats de números desconocidos. Algunos dejaban ver una foto de perfil que permitía reconocerlos, otros estaban configurados para no revelar su identidad. Estos últimos eran los que solían ser más agresivos. Sofía ignoró por completo aquellos individuos en cuanto supo que la gran mayoría de mensajes de números que no mostraban fotos de perfil eran insultos sin ningún motivo aparente.
Aparente.
Sofía se detuvo un momento. Luego de un largo rato de disgusto y confusión, un mensaje reciente le brindaría todas las respuestas y mucha más intranquilidad.
Hola, Sofía. Soy Sandra, mamá de Mara. Te pido disculpas por la reacción que tuvo mi hija Elizabeth recién. Jamás tuve la oportunidad de conocerte a pesar de que Mara siempre me habló maravillas de vos, y todo lo que significabas para ella. No sé si te habrás enterado ya, pero mi hermosa Mara ha fallecido hace unas semanas. Fue repentino. Al parecer, una cuestión cardíaca. Nadie se lo esperaba. Una muchacha sana... Estuvo algunos días sedada hasta que finalmente no resistió. El daño se volvió irreversible. Tuvo algún momento de lucidez en los que pudimos hablar con ella. Ya sabíamos lo que vendría luego. Cuando alguien que está condenado mejora de pronto, siempre es un mal augurio...
Quiero que sepas que ella preguntó por ti en todo momento. Mara se fue recordándote. También te odié cada vez que ella rezaba tu nombre y tu no estabas ahí. Tenía la esperanza de que esa fuera su cura. Pero si bien a veces me puedo dejar llevar por los impulsos, también soy capaz de reflexionar en frío. Entiendo que estabas de vacaciones y todo ésto te ha tomado por sorpresa... Nadie está preparado para algo así... Me pongo en tu lugar y ha de ser una situación horrible. Si quieres podemos vernos en algún momento para hablar sobre todo lo que ha pasado. Te avisaré en cuanto mis fuerzas me lo permitan. Te mando un abrazo apretado. Te pido por favor, no hagas caso a ningún mensaje fuera de lugar. Sé que te han llegado muchos. Nada de ésto es tu culpa ni responsabilidad.
PD: Siento mucho lo de Martin. Te abrazo nuevamente.
Saludos, Sandra.
¿Qué?...
“PD: Siento Mucho lo de Martin”
“No me extraña que Martin haya terminado así”
6
El golpe en el rostro aún le escocía. Al beber café, la herida en el labio le hacía brincar de una manera insoportable. Pero el café era su único aliado en ese momento.
Mara había fallecido en vísperas de Navidad, y Martin algunos días antes. Sofía se había presentado en casa de quien fuera su cuñada, recibiendo un golpe en la cara que había puesto un fin abrupto a varios años de buena relación ininterrumpida. Nadie alrededor de las familias de Martin ni de Mara querían verla aparecerse a menos de cien metros.
Ésta vez no había elegido la mesa contra la ventana que daba hacia la calle. Sofía sentía un injusto sentimiento de incomodidad. Como si cada mirada que chocara con la suya le juzgara sin piedad ni compasión. No había sido capaz de llorar aún. Había hecho todo lo posible para evitar ese fatídico momento. Se la había pasado en la calle, yendo de un lugar a otro tratando de engañar su mente.
Sandra se apareció de pronto delante de sus ojos. Se saludaron unicamente con un mínima mueca milimétrica.
Hablaron ininterrumpidamente más de una hora. A pesar de su aparente compresión, Sofía podía percibir cierto desinterés y rabia acumulada en los ojos de Sandra. No sabía si en verdad estaba allí tratando de luchar contra su interior, y en realidad tenía ganas de estrangularla. Sandra no tuvo mucho más que comentarle acerca del fallecimiento de su hija. Los médicos habían dicho que se había tratado de una arritmia severa que terminó con su deceso en días posteriores. Realmente se la notó incapaz de hablar acerca de su hija mayor. Sofía intentó desviar la conversación, pero la realidad es que tampoco existía interés de ignorar la situación. El silencio hubiese sido la mejor opción.
Sofía tampoco había podido saber qué había sucedido con Martin. Esperaba que Sandra hiciera algún comentario. El momento tardó, pero llegó.
Nuevamente, lamento lo de Martin.
Gracias. Pero la realidad es que ni siquiera sé qué fue lo que pasó... Me siento completamente perdida.
Como te dije antes, no hagas caso a los comentarios fuera de lugar – Sandra hizo una pausa , y prosiguió - ¿Realmente quieres saberlo?
Si – En realidad no.
Martin se suicidó, Sofía – comentó, y aquella confesión pareció dolerle tanto como cuando intentaba hablar de su hija – Mara me lo comentó en su momento. Quería contactarte, pero le fue imposible. Dijo que te habías ido de vacaciones y pretendías desconectarte del todo. Ella asistió a su velatorio. También recibió algunas increpaciones. Ellos creen que Martin se suicidó por tu culpa. Decía estar muy afectado por la ruptura. Muchos de sus familiares necesitaban desquitarse con alguien, y fue Mara quien recibió todo el desahogo. No respetaron ni siquiera un momento tan delicado como ese.
Sofía no pudo contenerse más, y comenzó a llorar desconsoladamente. Un mozo apareció de pronto con un vaso de agua, el cual Sofía agradeció.
Nada de ésto es tu culpa, niña – dijo Sandra.
Pero Sofía leía otra cosa en sus ojos. Parecía como si ahora ella se sintiera aliviada viéndola sufrir. Abandonó el lugar.
La tristeza se transformó rápidamente en ira. Gritó con tal vehemencia que las personas alrededor se abrieron y procuraron permanecer alejados de ella.
Recibió un mensaje desde otro lado del mundo. Rió contra su voluntad.
Su respiración volvió a la normalidad. Las lágrimas le resultaron de pronto una demostración innecesaria. Claro que nada de aquello era su culpa. Sólo sentía cierta inquietud. Un sentimiento que probablemente jamás se apaciguaría.
Su error fue simplemente pensar en ella misma. Su error fue querer apartarse del mundo, por cuarenta días.
Su error fue desconectarse.