domingo, 5 de mayo de 2024

"Sueño Único"

"Sueño Único"



G.N. Arias



Ni bien detectó que los gritos venían en ascenso, salió, como le habían indicado. Cuando escuchó a su padre alzar la voz y a su madre intentar superponer su tono, tomó su conjunto de lluvia y sus botas azules y salió hacia el patio trasero. Cerró la puerta corrediza tras de sí, y rápidamente las voces fueron perdiendo fuerza. Patito logró calmar su tensión en cuanto vio fuera rugir la lluvia, acompañada de una opacidad estridente. Era su clima favorito. Patito sentía que el cielo lo comprendía.



Era un niño muy calmo, falto de amor, aunque se las arreglaba para dispersarse. No recordaba una vez en la que sus padres no vociferaran reproches mutuamente. Patito aprendió a huir. Era la mejor y única opción.

No recordaba por qué le apodaban así. No nombre no era Patricio, ni similar. Pero en algún momento alguien había propuesto el apodo y el hábito se extendió por todo el círculo familiar. El repiqueteo de las gotas abundantes en su conjunto impermeable era pesado, y el suelo se había vuelto rápidamente fangoso. El niño no tardó en llenarse de lodo. Dentro, sus padres seguían en su rutina inalterable de discusión.


Patito visualizó los charcos que se formaban en los diferentes desniveles del terreno. Contaban con una distancia entre uno y otro bastante accesible al inicio y, a medida que iba saltando de uno en uno, se tornaba un reto paulatinamente más difícil. Necesitaba cada vez más impulso y fuerza en sus piernitas que no tardaban en agotarse. Eran diecisiete charcos en total, y su récord hasta el momento había sido de trece. La distancia entre los últimos cuatro era aún inalcanzable para su limitada destreza infantil. Pero ese día se sentía motivado, y estaba dispuesto no solo a superar los trece, sino que a completar los diecisiete. Saltó hacia el primero. Luego hacia el segundo, tercero y cuarto. Le resultaron sencillos, pero a partir del quinto ya su rostro estaba completamente rojizo y salpicado de barro. Se quitó el lodo de su cara, e intentó continuar. Sus rodillas comenzaron a temblar en cuanto llegó al decimocuarto. Sonrió al saber que había superado los trece charcos, pero aún quedaban tres. En tres saltos seguidos, logró llegar a la cima. Patito se autoproclamó campeón mundial en su propio deporte, el salto de charcos. Estaba seguro que nadie podría superarlo jamás. Sin una idea clara de lo que haría a continuación, se precipitó a salir corriendo a festejar su nuevo récord, pero le fue imposible mover sus pies, y cayó de rodillas. Fue allí se dio cuenta de que sus pies estaban completamente hundidos en el lodo. Intentó quitarlos, pero parecía hundirse cada vez más. Cuando se encontró completamente inmóvil de rodillas hacia abajo, comenzó la desesperación. Gritó una y otra vez, esperando ser oído. Pero la lluvia era más estruendosa que su voz diminuta. No habían vecinos cerca y sus padres tenían asuntos más inmediatos que atender, como intentar convencerse de que los problemas de convivencia radicaban en tan sólo uno de ellos. Los gritos ahora parecían superponerse a la lluvia. Su torso estaba siendo consumido. Y un intercambio violento de insultos fue lo último que Patito escuchó antes de ser engullido por completo.


La caída le hizo llorar. Patito se golpeó su codo derecho con fuerza, y su espalda le tronó. Cuando se secó las lágrimas, se dio cuenta de que estaba en otro sitio. No reconocía aquél lugar. Era una especie de cueva iluminada tenuemente de un tono amarillento. El piso estaba polvoriento y las paredes eran de pura roca. No se volteó hasta que oyó una voz a sus espaldas.


- Hola, Patito – dijo alguien – Un gusto conocerte.


çSobre una mesa larga, habían varias... ¿Personas?...


Al menos tenían cierto aire humanoide. Pero Patito no estuvo muy seguro. Sus vestimentas le recordó mucho a los trajes de murgas, aunque muchísimo más producido. Incluso no parecían vestimentas, sino más bien parecían ser parte de su cuerpo. Toda la tela estaba muy bien amoldada. Si es que aquello era tela. Patito dudaba de todo. 

- ¿Estás bien? - preguntó el de traje rojo – Ese golpe ha sido duro.

- Sí... - dijo el niño – Creo que los conozco. ¿Son murguistas? 

- ¿Murguistas? - rió – Sí, esos somos, en cierta forma. Si quieres llamarnos así, está bien. Pero somos mucho más que eso. Y sí, nos conoces.

- Pero... ¿De dónde? 

- Bueno, tus nos diste vida, de alguna forma – el murguista rojo sonreía ampliamente - Somos representaciones de tus emociones... Ven, siéntate con nosotros.


Patito se puso de pie, jadeó un poco de dolor, pero continuó. Tomó asiento en una esquina, al lado de un murguista gris y frente a otro anaranjado. La silla era muy baja y la mesa quedaba casi a la altura de su frente. Desde aquella perspectiva parecían enormes. 

- ¿Ustedes son humanos? - preguntó Patito, confundido e inseguro.

- ¿Por qué no lo seríamos?

- Es que no parecen del todo...

- Bueno, somos prototipos mentales. La mente es confusa.

- ¿Proto... qué?

- Así nos imaginaste tú. Somos tus amigos. Tenemos apariencia de murguistas porque te has inspirado en ellos. Si prefieres llamarnos así, no hay problema. ¿Te gusta mucho el carnaval, no es así. 

- Sí...

- Bueno, ahí puede estar la respuesta.

Patito presenció en su cabeza un recuerdo difuso de una murga que actuaban con trajes similares. Recordaba, aunque no con exactitud, el traje rojo que traía puesto uno de los artistas. Los había visto quizás en algún show en vivo por televisión. Solapas y mangas anchas, cintura ajustada y pantalones holgados. Zapatos puntiagudos. Sombrero que se asemejaba a una cresta de gallo enorme, aunque no exactamente. Maquillaje facial reluciente y colorido. Ese traje le dejó fascinado, y desde entonces el murguista rojo imaginario se había vuelto su amigo, a quien recurría cuando se sentía triste. 


- ¿Comienzas a recordarme?

- Sí, eso creo. Pero te ves... diferente.

- ¿Diferente?

- No lo sé... Es... Incómodo.


El murguista esbozó una sonrisa, los demás se mantuvieron serios e inmóviles.

- Depende de cómo te sientas, es como me verás – le explicó. Aún así, Patito se mostró confuso– Mi función es comprenderte. ¿Te has sentido incómodo el día de hoy?

- Sí – se sinceró el niño – Mucho.

- ¿Quieres hablar de eso? 

- Mis papás dicen que no hable sobre lo que pasa en casa. 

- Entiendo – dijo el murguista rojo – Pero tampoco es bueno guardarse las cosas, ¿sabes? Tus papás no quieren verse expuestos, pero olvidan que tú también sufres. 

- ¿Entonces, qué tengo que hacer?

 - Quizá quieras ser parte de nosotros.


Patito se sentía inseguro, incluso sintió un poco de miedo ante la propuesta. Aquél lugar le hacía sentir asfixiado, y el estar ante todas aquellas personas inmóviles y extravagantes le producía pavor. Pudo incluso notar que sus rostros comenzaron a tomar un aspecto pálido, reseco y envejecido. Sus trajes ya no eran tan brillantes, y sus maquillajes comenzaban a agrietarse ante las arrugas pronunciadas. De pronto, sintió un impulso de escapar, en cuanto el sujeto a su lado, giró por fin su cabeza y fue el segundo en cobrar vida. Su vestimenta gris era un tanto más descuidada y no tan llamativa. A Patito le recordó a una de esas figuras clásicas estilo Miguel de Cervantes, aunque no conocía el nombre. Sobre todo por su cuello completamente cubierto por un ridículo exceso de tela ondulada y roñosa. Sin embargo, el tono de voz del sujeto, no resultó tan estremecedor como su aspecto. A Patito aquello lo tranquilizó de cierta forma, y ya no lo percibió tan siniestro.


- Hola, Patito. Es un placer conocerte.

- Hola – saludó, y se quedó observándolo. Se percató de que bajo su regazo llevaba un tambor – A ti también te conozco.

- ¿Ah, sí? Me alegra que me tengas presente. Soy uno de los que hace más ruido, sin embargo, muchas veces, paso desapercibido. De mi depende algo tan trascendental como el ritmo, los compases y la interpretación temporal, aunque realmente, la mayor parte del tiempo, no soy muy valorado. ¿Me permites presentarte a mis aliados?

- Sí...


Ni bien el niño meneó su cabeza en gesto afirmativo, otros dos murguistas se incorporaron. Éstos simplemente saludaron con sus manos y una sonrisa, sin emitir palabras. Patito observó por debajo de la mesa, y reconoció unos platillos en las manos de uno de ellos, y un tambor más grande colgaba de la cintura del otro. Por la forma de malvavisco de sus baquetas, pudo reconocer que se trataba de aquél tambor que resonaba siempre muy estruendoso. Los aspectos de aquellos dos era muy similar a la del primero, aunque quizá un poco más oscurecidos, y sus sombreros eran también estilos de cresta de gallos, como el murguista rojo, aunque con sus respectivos colores.

El niño continuó observando el lugar. Cada detalle, cada rincón, cada rostro. Se percató de que habían dos mujeres. Quiso saber de ellas. Traje azul y violeta. Crestas un poco más pequeñas, que entonaban con sus físicos.


- Hola, Patito. Es realmente un placer conocerte. Te estuvimos esperando con ansias.

- ¿Esperándome?

- Claro. Es que sin ti, no somos nada. Nos alegra saber que estás aquí. 

-¿Ustedes tienen instrumentos?

- Oh, no – contestó la murguista azul – Nosotras somos cantantes. Simplemente cantantes. Damos el toque agudo. Todo necesita un toque femenino siempre, ¿Verdad?

- Sí lo creo.


Cuando terminó el diálogo, volvieron a sus posiciones inmóviles. El niño saludó a los demás, y supuso que también sus labores eran la voz. El anaranjado, el verde, el amarillo, el marrón. Celeste, azul claro y otras tonalidades. Patito contó no menos de veinte. Se percató, aunque resultaba obvio desde el principio, que sólo hablándoles podía lograr que se movieran. Se preguntó si harían algo más que tan sólo hablar, saludar y sonreír. Señaló al murguista gris.



- ¿Puedes tocar el tambor?


El murguista se incorporó, e hizo un redoble de tambor realmente impresionante. Veloz y perfecto. Volvió a tomar asiento, y regresó a su postura petrificada.


- ¿Puedes tocar los platillos? - le indicó al gris más oscuro.


Al igual que su aliado, hizo una demostración talentosa con su instrumento, para volver luego a su modo estatua.


  - ¿Pueden tocar los tres?


Allí fue cuando el redoblante, los platillos y el poder estruendoso del bombo se fusionaron para crear una breve secuencia musical, que Patito reconoció de inmediato. Aun faltaba mucho para Febrero, pero deseó de pronto que el tiempo volara y volviese el Carnaval.


Luego pidió a una de las chicas que cantase.


Hoy no, mañana si... Son los estragos de la convivencia.

Hoy no es, mañana no será.

¿Deberé aprender a lidiar con la indiferencia?


Aquella estrofa le llegó profundo a Patito que, por alguna razón, la sintió como propia.


Entonces fue cuando solicitó a todos que cantasen al unísono.

Sin embargo, no ocurrió. Sólo se miraron entre sí.


- Eso depende de ti, no de nosotros – dijo el murguista rojo. Luego volvió a su condición inmóvil. Los demás no fueron la excepción.



Confuso, el niño comenzó a recorrer el lugar. Primero miró hacia arriba, e intentó divisar el sitio desde donde había caído. Pero allí no había más que roca sólida. Avistó algunos pasillos que daban hacia otros lugares que no alcanzó a reconocer. Debía adentrarse en las penumbras para descubrirlo. Sin embargo, apenas puso un pie en el inicio del túnel, una interminable línea de luces se encendieron, iluminando por completo el camino. Era demasiado extenso como para alcanzar a ver lo que había del otro lado, pero el niño se puso en marcha. A medida que avanzaba, las luces tras de si se iban apagando. De pronto comenzó a sentir un barullo proveniente del otro lado aún enigmático. El mismo se fue acrecentando hasta convertirse en gritos ensordecedores de ovación. Cuando Patito por fin logró llegar al otro lado, se dio cuenta de que estaba en una zona de palcos de una especie de anfiteatro enteramente rocoso. La escalera a su derecha conectaba directamente hacia el escenario. El niño tardó en darse cuenta de que todas las personas le observaban, expectantes. No había nadie en el escenario oscuro. Patito caminó hacia allí y, cuando llegó, el alboroto se esfumó. Observó desde el escenario ahora iluminado, y las personas ya no estaban. Él estaba seguro de haber visto una multitud, no estaba loco... ¿O si?

Recorrió el suelo de tablas mientras el sonido acuoso de sus botas de lluvia retumbaban en el silencio, haciendo un eco incontrolable. Habían micrófonos funcionales, listos para amplificar los sentimientos. Patito tomó uno de ellos, y lo ajustó a su altura.


Probando, probando... Uno, dos, tres, cuatro...


No entendía por qué los sonidistas solían decir aquellas palabras concretas y no algo diferente. Pensó en que tal vez sería una técnica efectiva estudiada por expertos en la materia. O tal vez simple costumbre. Por si acaso, no hizo nada diferente.

Se acercó al borde del escenario, y el vértigo le nubló la mente al percatarse de la altura del mismo con respecto al suelo del teatro. Cuando se volteó, algo llamó su atención.

Eso no estaba ahí hasta hace un momento, ¿O sí?

No. De haber sido así lo hubiera visto. Abría llamado su atención antes que nada.

Aquél traje de murguista de color negro brillante había aparecido de un momento a otro. Se acercó para observarlo más a detalle, y se dio cuenta de que parecía estar hecho a su medida. Desde dentro de la prenda colgaba también un sombrero de cresta, del mismo color que el conjunto.

¿Podía probárselo? O pertenecía a alguien más. ¿Había alguien más allí?

Todo estaba yendo de una forma extraña. Primero se había hundido en el lodo, luego había ido a parar a una cueva con un grupo de murguistas extraños. Había caminado por un túnel enorme y había llegado a un teatro con gente imaginaria que ya no existía. La aparición del traje era prácticamente lo de menos. Lo analizó mas a detalle, y algo le dijo que realmente le pertenecía.

Uf....

Qué bien se vería con aquella cosa puesta. Realmente estaba hecho a su medida. Comenzó a creer que todo allí estaba hecho para él. Era todo muy irreal. Un mundo perfecto. Completamente distante con el otro mundo en el que vivía que, desgraciadamente, no se sentía importante. Como un director de orquestas, se posó en el borde centro del escenario, y saludó a un público inexistente. Al darse la vuelta, allí estaban. Los murguistas. Tras él, completamente inmóviles nuevamente, pero de pie. Le dio un poco de pavor verlos esbozar amplias sonrisas descuidadas amarillentas y mirarle fijamente. Como si esperaran una orden. ¿Era eso?


- ¿Qué hacen aquí?

- Estamos prontos para actuar – dijo el murguista rojo – Estamos deseosos de poder cantar.

- Pues háganlo.

- Aún no podemos.

- ¿Por qué?

- No te has puesto tu traje.

- ¿Entonces sí es para mí?

- ¡Claro! Tu eres el director, Patito.

- ¿Director? ¿Yo?

- Sí. Tus debes guiarnos. Debes darnos el privilegio de traducir tus emociones. Esto es enteramente sobre ti.


Sin entender bien del todo lo que acababa de oír, Patito se colocó su traje de murguista. En cuanto terminó de acomodarse la cresta negra, todos abandonaron sus posiciones rocosas.

Patito comenzó a sentir comezón en su rostro. Y se percató de que ahora lo tenía repleto de maquillaje. La murguista violeta extrajo un espejo pequeño de uno de sus abismales bolsillos y lo abrió para que el niño pudiera verse. Patito se sintió extraño, pero era una sensación agradable.


- ¿Cómo es posible?..


- Éste es tu mundo, Patito – contestó ella, acariciando su mejilla – Aquí todo es posible, Todo lo que desees puede hacerse realidad. Sólo concéntrate en ello.


Sus sueños solían morirse en la indiferencia, por eso Patito había olvidado también que alguna vez deseó ser un famoso director de murga. Al principio no entendía realmente la función que cumplían esos dementes apartados haciendo gestualidades extrañas al borde del escenario. En cuanto comprendió, deseó ser uno de ellos. Desde siempre, Patito debió aprender y deducir por su cuenta. Aún así, habían demasiadas cosas por saber...



Redobles anunciantes. Bombo aliado. Platillos acompasantes. Sólo dos personas en el público, en primera fila. Patito no necesitaba a nadie más.

Trompicones al ritmo de la percusión. Baile y expresión.






Murguista rojo:


Quiero saber

Si lograré sorprenderte ésta vez

Quizás entonces podrás comprender

La incertidumbre que abunda en mi ser...


Murguista violeta:


Quiero saber

Si ayudarás a calmar mi dolor

Y la nostalgia de mi corazón

Que desgarra mi voz...



Patito se sentía al rojo vivo. Bajo su traje negro de director, sentía su piel escocer. Miró hacia el público, hacia los únicos dos asistentes. Aquellas dos personas le observaban con detenimiento, culpables. Por primera vez en la vida, sintió que le escuchaban. Lástima que aquél no era el mundo real.


Al unísono:


Quiero saber

¿Cuál es mi culpa? ¿Cuál es mi deber?

Mi sueño es uno, fácil de entender

Amor entero yo quiero tener...



Sintió que por fin lograba exteriorizar todas sus emociones. Se habría sorprendido de saberse cada palabra de memoria, pero recordó que se trataba de su canción. Era experto en el rubro de sentir sin poder explicar. Un motivo podría ser su escasa edad, otro la gran cantidad de preocupaciones que le impedían muchas veces cumplir su función de ser pensante. Pero sus sentimientos por fin estaban siendo revelados.

La música continuó, junto a las estrofas que no paraban de surgir. Una canción interminable que en algún momento comenzó a perder intensidad. Los murguistas comenzaron a retirarse, sin perder el canto.

Al unísono:


Quiero saber

¿Cuál es mi culpa? ¿Cuál es mi deber?

Mi sueño es uno, fácil de entender

Amor entero yo quiero tener...


Las únicas dos personas del público comenzaron a discutir de pronto. Se perdían el momento culmine de la función. El niño intentó advertirles, pero las palabras ya no eran suficientes. Ni la canción tampoco. Sus trajes comenzaron a desintegrarse, junto con su maquillaje. La piel de cada murguista se agrietó, y comenzó a pulverizarse. Sus piernas flaquearon y pronto no fueron más que recuerdo. Sus voces comenzaron a tomar tonos graves espeluznantes, hasta mudar. Patito no fue la excepción. Quedaron reducidos a cenizas. Tan sólo algunos trozos de tela lograron sobrevivir, como evidencia de haber existido alguna vez, en algún lugar lejano...


Horas después...


Sólo recordaban que en algún momento había salido hacia el patio trasero, con su trajecito impermeable amarillo y sus botas azules. Solía hacerlo como parte del protocolo. Los gritos habían sido lo suficientemente fuertes como para interrumpir su sueño. Patito no había desayunado, tampoco había recibido los buenos días. Sólo escapó de la cotidianidad insoportable de las discusiones. Sus padres comenzaron a preocuparse. Patito no estaba por ninguna parte. Por primera vez en muchos años, los problemas personales pasaron a segundo plano.


Lastima que Patito ya no volvería.



Quiero saber

¿Cuál es mi culpa? ¿Cuál es mi deber?

Mi sueño es uno, fácil de entender

Amor entero yo quiero tener...






miércoles, 1 de mayo de 2024

“El Caminante”

 

El Caminante”



G.N. Arias




Mathias regresó por fin a su rutina de entrenamientos, luego de superar una insolación que le mantuvo inactivo por más de cuatro días. Ésta vez creía haber aprendido la lección, y aguardó a que el sol no golpeara tan fuerte para salir a correr por la ruta. Sentía el aire más denso, y su cuerpo aún no estaba óptimo. De igual forma se prometió no ser tan exigente consigo mismo, aunque eso era, en realidad, opcional. La adrenalina solía animarlo a dar un poco más, y Mathias sabía que no se negaría.

Recorrió los primeros tres kilómetros con una evidente dificultad, y pronto renunció a la idea de aumentar el ritmo. Se propuso completar los cinco kilómetros y poco más, lo que restaba para llegar de nuevo a su casa. El dolor característico debajo de las costillas comenzó a apretujar, y allí tuvo un deseo enorme de parar y caminar el resto del trayecto. Se había olvidado de respirar correctamente, y el dolor punzante era cada vez más profundo. Pero eso no sucedería. Si lo hacía, luego padecería un sentimiento de fracaso y rendición insoportable. Aunque prefería aquellas sensaciones antes que la tentación del sedentarismo y el sabor adictivo del colesterol. A partir de allí avanzó únicamente por inercia. Motivado por su constancia. La realidad era que quería llegar y tumbarse en la cama. Las plantas de sus pies comenzaron a tensarse, y dolían simultáneamente. De pronto vio a otro corredor en sentido contrario que le echó unas palabras de ánimo al verlo agotado. Aquél extraño le había, de alguna manera, transmitido un poco de su energía. Mathias mejoró su ritmo y pronto ignoró por completo las molestias físicas, aunque seguían allí, latentes, recordándole que ni siquiera una mente dispersa podría apaciguar el desgaste muscular.


A lo lejos alcanzó a ver un hombre de avanzada edad, que caminaba cargando una especie de bolsos enormes. Uno en cada brazo, y Mathias podía jurar casi con toda seguridad que también llevaba una mochila en su espalda. Su paso era lento, despreocupado. En determinado momento, Mathias lo vio cruzar la calle. Le llevó tiempo pasar de una vereda a la otra. Parecía estar muy agotado. Pudo ver que tomó incontables descansos en cuestión de pocos minutos. Mathias aprovechó el subidón que aumentaba paulatinamente, y se dirigió en dirección al señor, a brindarle su ayuda.

Siguió corriendo intentando llegar rápido junto a él, pero al parecer estaba más lejos de lo que percibía.

Parecía como si se alejase a su misma velocidad. Pero en realidad aquél señor tan solo caminaba. Sin embargo, no lograba alcanzarle. Mathias se apresuró más y más, y la distancia era siempre la misma y, en ocasiones, daba la impresión de estar cada vez más lejos. Se esforzó un poco más. Un poco más. Y otro poco más. Pero la distancia no disminuyó, y de pronto lo perdió de vista. Mathias había superado con creces los cinco kilómetros, y su reloj inteligente mostraba que llevaba ya más de ocho y medio. No había reparado en el desgaste físico. Cuando fue consciente del sufrimiento de sus articulaciones, debió tumbarse para apaciguar el dolor generalizado.

Cuando logró recuperar un poco el aliento, continuó calle abajo. No iría todavía a su casa. Sintió curiosidad de continuar, sin más. La curiosidad lo animó a seguir sin rumbo fijo. Avistó una estación de servicio y preguntó acerca del señor de los bolsos.


  • Lo vi seguir por allí – dijo un funcionario mientras llenaba un tanque de gasoil – También me sorprendió todo lo que llevaba encima. Se lo veía muy agotado...

  • ¿Lo has visto correr en algún momento?

  • ¿Correr? - el joven se mostró confuso, y rio – Hombre, no creo que fuera capaz de correr. Apenas se mantenía en pie – Miró hacia algún lado, achinó sus ojos y advirtió - ¡Mira! Creo que es aquél que va allá...

Mathias agradeció su amabilidad y se dirigió hacia el anciano, que llevaba nuevamente una distancia considerable. No podía ya correr, por lo que caminó a paso ligero. Pero todo seguía igual. A pesar del evidente paso lento, el señor se alejaba cada vez más. Era una situación por demás extraña. Caminó indefinidamente hasta el hartazgo. A pesar del enigma de todo aquello, se rindió. Quedaría como una anécdota extraña irresoluble. Se percató de que para volver debería caminar incontables kilómetros de vuelta, y no estaba dispuesto. Comenzó a sentirse fatigado, y un malestar general le advirtió de las posibles consecuencias de continuar desgastando energías.

Paró un taxi en sentido contrario, y se acomodó en el asiento trasero. Suspiró aliviado, y se reprochó a sí mismo haberse apresurado nuevamente, como tantas veces.


  • ¿Rendido? - preguntó el taxista.

  • Algo así, sí.


Mathias se reclinó, y casi se rinde por completo. El ronroneo sutil del automóvil le invitaba a la siesta. Pero fue allí, apenas transcurridos menos de quinientos metros, cuando lo vio.


  • ¡Pare! - ordenó, mas que solicitar.

  • ¿Qué?..

  • Que pare. Me quedo aquí.

Mathias abonó el viaje efímero como si hubiese sido el viaje completo. La cara de descontento del taxista cambió rápidamente al recibir la más que generosa propina.

Dentro de un café apenas visible, sentado en una mesa ubicada en el ventanal hacia la calle, se encontraba el señor de los bolsos. En sus manos longevas sostenía una tacita pequeña de café negro, sin azúcar y demasiado amargo a juzgar por sus facciones. Aún así, en cada sorbo dejaba escapar un leve suspiro de placer. Mathias se quedó observándolo discretamente desde fuera por algunos minutos. Cuando se dispuso a entrar, el anciano se levantó de su silla, y Mathias permaneció en la vereda, esperando a que saliese. Cuando lo vio salir por la puerta, con su paso leve y cansino, le ofreció su ayuda. El viejo sonrió ampliamente.


  • Oh, muchas gracias – dijo, sin perder el semblante – Eres muy amable.

  • Lo vengo siguiendo hace ya un rato – confesó Mathias – Pero parecía como si nunca lo fuese a alcanzar – en el fondo esperaba que el anciano le brindara alguna explicación lógica. Aunque dudaba de que lo hubiera.

  • ¿Ah, sí? ¿Para qué querías alcanzarme?

  • Para ayudarle.

  • Oh, vaya. Eres realmente muy amable – agradeció nuevamente y ambos se pusieron en marcha – A un viejo como yo le vienen bien un par de brazos fuertes. Aunque no creo que puedas hacer mucho por mí. Aún me quedan mucho camino.

  • ¿No prefiere tomarse un taxi? ¿Un colectivo?

  • Oh, no. Realmente no. Disfruto del camino, por más difícil que sea a mi edad.

  • ¿Dónde se dirige?

  • Me gustaría saberlo a mí también.

  • ¿Cómo?

  • No tengo rumbo. Cargo con mis cosas, me dirijo hacia alguna parte. Aún no sé dónde.

  • ¿No tiene hogar?

  • Oh, no. Lamentablemente jamás pude darme ese lujo – dijo el viejo, y se mostró un poco melancólico, pero volvió a sonreír – De hecho acabo de ser expulsado de lo que hasta el día de hoy creía era mi hogar.

  • ¿No tiene dónde ir? - a Mathias comenzaban a pesarle los bolsos.

  • No, no. Decir eso sería un despropósito. Egoísta de mi parte para con la vida – el viejo se mostró serio ésta vez – Siempre hay dónde ir. Únicamente me he quedado sin techo. Pero estoy seguro de que la naturaleza me brindará algo mejor.

  • ¿Puedo preguntar qué lleva aquí dentro? - Mathias se rindió ante los bolsos. A pesar de su debilidad física, estaba seguro que ni en sus mejores días hubiese podido soportar aquél peso por mucho más tiempo.

  • Ahí conservo lo que me importa. Todo lo que me recuerda que la vida es maravillosa. Lo que me mantiene esperanzado. Últimamente pesa más de lo normal, pero ya se irán alivianando con el tiempo.

  • ¿Pero qué es? ¿Ropa? ¿Objetos? ¿Comida? Disculpe mi atrevimiento... - Mathias se disculpó rápidamente cuando sintió que su confianza se había excedido.

  • Por favor, no tienes que pedir disculpas – el anciano volvió a sonreír – Llevo, sí, un poco de todo lo que has dicho. Pero no creo que sea el motivo real por el que pesan tanto. Creo que se debe al recuerdo detrás de cada cosa. Las ocasiones especiales en que utilicé mis prendas favoritas. El contexto en el que adquirí mis objetos más preciados. El recuerdo detrás de cada pastelito de membrillo. ¿Te apetece un pastelito de membrillo?

Por alguna razón, Mathias no se negó. Ni preguntó qué era. Aceptó, y estuvo seguro de haber degustado una de las rarezas más exquisitas de su vida. El inconfundible e inexplicable sabor de lo casero le inundó el paladar.


  • Puede que hayan sido los últimos pastelitos que pude hornear en aquella maravilla de horno a leña – reconoció el anciano – Lastimosamente no pude traerla conmigo. No entraba en el bolso, ¡Je! Consumía muy poca madera y ardía todo el día. Como todo lo valioso en nuestro sistema, poca exigencia y mucha producción. He dejado muchas cosas allí. Me traje lo que las secuelas de la edad me permitió.

  • Son realmente muy exquisitos.

  • Gracias.


Continuaron un poco más, sin rumbo definido. Mathias le observaba. Observó sus piernas, sus brazos, su cuerpo corroído por la existencia. Había algo que no cuadraba, y necesitaba saberlo.


  • Anteriormente le dije que intenté ayudarle antes, pero no logré alcanzarlo...

  • Sí, recuerdo.

  • Pero, realmente fue así... Literalmente.

  • Te ves muy cansado, chico.

  • Sí, puede ser por eso. Pero no lo sé... Corría y corría, detrás de usted. ¿Usted corrió en algún momento?

  • Como verás, no soy capaz de ir más rápido que esto.

  • ¿Entonces por qué no pude alcanzarlo? Digo... No me gustaría sonar como un loco. Pero realmente fue así. Corrí, corrí y corrí. Y usted parecía alejarse cada vez más. Fue algo muy extraño.

El anciano no contestó, y la conversación pareció culminar. De pronto volvió a hablar.


  • ¿Traes dinero?

Mathias creyó que se había dejado todo en el taxi, pero palpó los bolsillos de la sudadera y reconoció un billete que llevaría allí unos cuántos días. Sucio, arrugado y esperando volver a ser valorado.


  • Si, claro. ¿Necesita un poco? No es mucho, pero puedo...

  • No, no – se negó – Quiero invitarte un café, pero debes pagar tú. Yo no traigo nada más.

Hizo unas cuentas rápidas, y Mathias creía que aquél billete podría cubrir un par de cafés pequeños y algo más. Aunque el pastelito de membrillo extremadamente dulce le había dejado satisfecho.

Se adentraron a otro café un poco más alejado del anterior, y el billete apenas llegó a cubrir ambas bebidas y a Mathias le devolvieron apenas unas míseras monedas decimales. El anciano sacó sus dos últimos pastelitos para acompañar el cortado.


  • ¿Quería hablar sobre algo? - preguntó Mathias.

  • No lo sé. Eres tú el de las dudas.

  • ¿Dudas? Sólo decía... Sólo dije que me dio la sensación de que corrí tras de usted pero no le alcanzaba. A lo mejor fue impresión mía. La realidad es que no estoy bien del todo. Sigo un poco débil. No debí salir a correr.

  • ¿Sueles correr mucho?

  • Sí. Cuando no estoy insolado... - Mathias sonrió.

  • Me refiero a la vida. ¿Sueles correr mucho?

  • ¿A la vida?

  • Sí.

  • No entiendo.

  • Ese es el problema.

  • ¿Cuál?

  • Que no lo entiendes. Ese es el problema.

  • ¿Entender qué?

  • ¿Por qué corres tanto?

  • Por una cuestión de salud, y placer.

  • Me refiero a la vida. ¿Por qué corres tanto?

  • ¡No entiendo, mierda! - Mathias se disculpó por la exaltación.

  • Ese es el problema. No entiendes. Y te enfadas por no entender.

Mathias se sintió descolocado, como si no estuviera a la altura de la conversación. Miro al anciano que le sonreía y lo encontró vacilante.


  • Seré más específico, porque veo que no entenderás.

  • Sí, por favor.

  • ¿Has sentido alguna vez que te apresuras y llegas más tarde que cuando vas con calma?

  • No lo sé. Suena un poco contradictorio.

  • O a lo mejor no lo has percibido.

  • Tal vez.

  • Si algo he aprendido, es que apresurarme sólo me genera más contratiempos. La calma es tu mejor aliado. Tu mismo acabas de generarte un contratiempo. Sólo por salir corriendo. Hay cosas en las que no puedes improvisar.

  • ¿A qué se refiere?

  • No has respetado los tiempos de tu cuerpo. Ahora probablemente no puedas volver a salir en cuatro días más. Cuando respetas el tiempo, el tiempo te recompensa. Lo mismo sucede con la vida. Cuanto más corres, más tarde llegarás. O quizá ni siquiera llegues.

  • ¿Me está diciendo que deje de correr?

  • En lo que a la vida se refiere, sí. Cuida tu salud. Pero cuida también el tiempo. Y, sobre todo, respétalo. Mírame a mi, apenas puedo andar... Eso ha sido por correr toda mi vida. No hace mucho tiempo que lo he comprendido. Y ahora puedo andar grandes distancias, a paso lento y en menor tiempo. Créeme. Es mejor un paso lento y firme, que dar diez pasos alocados.

  • Gracias por eso. Lo tendré en cuenta. Aunque... Me sigue resultado extraño lo que sucedió.

  • Claro que lo es – dijo el anciano – Pero son el resultado de respetar los tiempos. Todo en la existencia necesita de paciencia. No hay caminos fáciles. Nosotros mismos necesitamos de paciencia. La vida es, sin dudas, paciencia. Mira hacia arriba, mira a tu alrededor. Desafía la mirada túnel de la rutina. La vida está llena de entretenimiento.

  • ¿Ese es el secreto?

  • Ésto que te comparto no es nada del otro mundo, chico. Es una vivencia, pero por más que lo sepas, tal vez te lleve muchos años comprenderlo realmente. Ni el mejor secreto desvelado surge efecto si no estamos dispuesto a oírlo y efectuarlo. La tentación de lo sencillo nos puede cegar por mucho tiempo y, en el peor de los casos, para siempre.


El anciano se levantó, tomó sus bolsos, cargó su mochila y se dirigió hacia la p



uerta. Mathias vaciló, aunque ésta vez no le ofreció su ayuda. Supo entonces que aún no era capaz de cargar con tanto peso sobre sus hombros.


  • Gracias – dijo el anciano antes de irse – Ahora siento el equipaje más liviano.


En un descuido, el anciano se perdió de vista. El joven debió aguzar su mirada para alcanzar a verlo allá a lo lejos, a paso lento, aunque seguro.


Mathias emprendió el viaje de vuelta. Ésta vez quiso caminar, apreciando su entorno. Aquél día supo que llegaría mucho antes de lo previsto.


"19"

 


19”


G.N. Arias





Era el primer diecinueve que Anabella dudó en ir. Y es que en el fondo, lo creía innecesario. En otras circunstancias, en las que no fuese ella quien padecería el dolor de una pérdida, lo hubiera cuestionado. Sus principios basados ​​en el pensamiento crítico eran un tormento constante. Sobre todo los días anteriores al diecinueve, ni que hablar el diecinueve mismo y los días posteriores. La tortura personal solía menguar un poco al menos a fin de mes y principios del mes siguiente. Para luego volver a cuestionarse su ya habitual arraigo supersticioso. 
Y es que cada diecinueve de mes, como acostumbraba ya hacía más de una docena de diecinueves, Anabella visitaba la tumba de su difunto esposo.


<<De la nada venimos y hacia la nada vamos>>


Pero desde que Marcos había fallecido, había sentido un vacío enorme que debía llenar con algo más que la nada. Comenzó a creer que, tal vez, Marcos estaba mejor allí arriba. O no necesariamente arriba. En algún lugar, recóndito, inalcanzable para ella, por el momento. Comenzó a creer en cosas como que él en realidad jamás se había ido. Pensaba, de repente, que su alma aún vagaba por allí. Le resultaba escalofriante de cierta manera, pero también le hacía apaciguar un poco su angustia. En alguna ocasión se atrevió a hablar a solas, como si él aún la escuchara. Como si su presencia realmente estuviera en algún rincón, admirándola. Comenzó a creer en lo que alguna vez habría catalogado como ridículo.


  • Cada quien tiene sus formas de vivir los duelos – le había dicho su hermana – La tía Ester jamás visitó la tumba del tío Albert. Decía que hacer eso sólo le haría aumentar el dolor. No es una cuestión de olvido, mucho menos desinterés, es lograr convivir con el dolor sin dejar que te consuma.


Y es que realmente, Anabella lo parecía carente de sentido. Pero cuando iba allí, el diecinueve de cada mes, podía fingir hablar con él, por un instante. Allí nadie la juzgaba, pues las demás personas también solían hacerlo. Iban al cementerio con la convicción de que lograrían conectarse con su ser querido desaparecido entre las sombras. Al principio le costó esbozar sus primeras palabras mirando una lápida de concreto que brindaba detalles de su deceso y eternizaba una frase de despedida y juramentos de amor más allá de los estragos de la muerte. Pero en algún diecinueve, Anabella no recordaba exactamente en cuál, ya se le hizo una costumbre hablarle a la tumba. Salía de allí más liberada. Sentía que había cumplido con su visita.


Pero un diecinueve, Anabella dudó. Solía ​​ir al mediodía. Pero aquel día ya eran más de las cuatro de la tarde.


  • Ya me siento incómodo haciéndolo – le confesó a su hermana – ¿Qué gano yo yendo a hablarle a una tumba? No lo sé, me resulta un poco ridículo. Es como una incapacidad de superación.

  • Es que en el fondo, aún no has logrado superarlo. Por eso sigues yendo.

  • Creo que no es necesario ir hasta el fondo.


Anabella logró descifrar otra inquietud, la cual le resultó incluso más patética. Tenía la sensación de que decepcionaría a Marcos si no cumplía con su visita mensual. El hecho de sentirlo le provocaba una sensación de intranquilidad permanente. Lo cual se contradecía con la personalidad del propio Marcos. Despreocupado completamente. Era difícil verlo ofendido por cualquier cuestión.

Se recostó en el sofá y permaneció en silencio. La mudez del ambiente le hacía sentir el estruendoso chillido de sus oídos. El ruido blanco la adormeció. Cuando despertó, ya eran más de las nueve de la noche. Le invadió un hambre atroz, a la vez que una angustia impostergable.

Mientras se preparaba lo único que encontró en su alacena capaz de calmar su ansiedad, unos macarrones de tamaños anormales, volvió a analizar la situación. Primero lloró, como cada diecinueve. En realidad también le resultaba innecesario tener que dedicar un día del mes a llorarlo. ¿Qué ganaba con seguir un ritual como aquel? Marcos ya no estaba, y esa era la única verdad absoluta. Seguir aferrada a todos aquellos hábitos y supersticiones tan sólo afianzaba su incapacidad de seguir adelante. Y es que realmente Anabella jamás se había sentido tan estancada como en estos últimos meses. Debía dejar atrás todas esas malditas costumbres a las que jamás creía que se vincularía.

La realidad es que las personas suelen creer en algo más, como protesta ante la acción despiadada de la muerte. La mente es tan poderosa que, de alguna manera, logra vencerla. El dolor de la ausencia física permanece, pero nuestra imaginación nos crea un paraíso posible en el que todo sigue fluyendo como antes.

Anabella temía un día creerlo del todo. Era un mecanismo de defensa realmente muy sanador, aunque demasiado irrelevante para la crudeza de la realidad misma. Lo consideraba aceptable, pero de verdad sentía miedo de un día perder el sentido común.

Rato más tarde, y luego de una hora ininterrumpida de lágrimas, lo había decidido. Aquél diecinueve no iría. Sería el primer diecinueve que se ausentaría. Ya no sentía inquietud. Ahora parecía volver a reinar un alivio creciente. El desahogo estuvo bien, pero Anabella anhelaba el día en que pensara en Marcos sin poner en marcha al unísono sus glándulas lagrimales.

Los macarrones le supieron horribles, y decidieron volver a dormirse. Los sueños no fueron desagradables, aún así fueron una pesadilla.

Aún restaba media hora para la medianoche, donde el diecinueve por fin se perdería. Al menos por un mes más. Desde hacía un tiempo se había transformado en un número maldito. Había ocurrido un miércoles, sin embargo no maldecía los miércoles. Fue en un día lluvioso de Mayo, pero aún la lluvia seguía renovándole y había soportado el primer aniversario de su muerte. Tampoco evitaba nada que tuviera que ver con el año en que ocurrió. Sin embargo, el diecinueve le despertaba un terror e inseguridad indescriptible.

Tomó su bolso y salió.

Todavía había tiempo.

Las rejas del cementerio estaban cerradas, pero Anabella encontró la forma de colarse. No avistó a ningún guardia de seguridad ni sereno nocturno. Camino entre una fila interminable de lápidas, pero ya conocía todos los accesos posibles desde cualquier punto. Tomó el más corto, y llegó hasta allí. Miró su reloj, y todavía era diecinueve. Dudó, como solía dudar, pero lo hizo. Habló.


  • Te seré sincera – dijo hacia algún lugar – No pensaba venir.

Esperaba respuesta, y rápidamente se concentró. Comenzaba a creerlo, y no le gustaba.


  • Todavía quedan cinco minutos para las doce. Sigue siendo diecinueve. Demoré, pero aquí estoy, Marc.

La invadió un deseo irrefrenable de llorar, pero logró contenerse.


  • Te amo, pero ya no puedo seguir haciendo esto – esta vez no se culpó por creer firmemente en la posibilidad de recibir una respuesta. Pero no llegó.

Depositó una flor encima de la tumba, y cayó en la cuenta de que tampoco comprendía aquel hábito tan frecuente de decorar las lápidas grisáceas de vegetación colorida. A lo mejor no era cuestión de entender. Nada más debía sentir, sin juzgar.


  • Espero no lo tomes a mal – volvió a decir – Pero ésto ya no me hace bien.

Cuando el reloj marcó las cero horas, Anabella supo que había logrado superar otro diecinueve. Habría querido evitar volver a llorar, pero las lágrimas brotaron contra su voluntad. La exhalación entrecortada le renovó el aire contaminado que revoloteaba en sus pulmones. No volvió su cabeza, como de costumbre, tampoco miró hacia el cielo. La respuesta que esperaba estaba en su interior.


Salió hacia la calle, sabiendo con certeza que el próximo diecinueve no volvería.

"Que te sea leve"

G.N. Arias El surco del sofá le consumía casi por completo. El algodón de relleno estaba reducido a una simple masa uniforme que había cedid...