miércoles, 1 de mayo de 2024

"19"

 


19”


G.N. Arias





Era el primer diecinueve que Anabella dudó en ir. Y es que en el fondo, lo creía innecesario. En otras circunstancias, en las que no fuese ella quien padecería el dolor de una pérdida, lo hubiera cuestionado. Sus principios basados ​​en el pensamiento crítico eran un tormento constante. Sobre todo los días anteriores al diecinueve, ni que hablar el diecinueve mismo y los días posteriores. La tortura personal solía menguar un poco al menos a fin de mes y principios del mes siguiente. Para luego volver a cuestionarse su ya habitual arraigo supersticioso. 
Y es que cada diecinueve de mes, como acostumbraba ya hacía más de una docena de diecinueves, Anabella visitaba la tumba de su difunto esposo.


<<De la nada venimos y hacia la nada vamos>>


Pero desde que Marcos había fallecido, había sentido un vacío enorme que debía llenar con algo más que la nada. Comenzó a creer que, tal vez, Marcos estaba mejor allí arriba. O no necesariamente arriba. En algún lugar, recóndito, inalcanzable para ella, por el momento. Comenzó a creer en cosas como que él en realidad jamás se había ido. Pensaba, de repente, que su alma aún vagaba por allí. Le resultaba escalofriante de cierta manera, pero también le hacía apaciguar un poco su angustia. En alguna ocasión se atrevió a hablar a solas, como si él aún la escuchara. Como si su presencia realmente estuviera en algún rincón, admirándola. Comenzó a creer en lo que alguna vez habría catalogado como ridículo.


  • Cada quien tiene sus formas de vivir los duelos – le había dicho su hermana – La tía Ester jamás visitó la tumba del tío Albert. Decía que hacer eso sólo le haría aumentar el dolor. No es una cuestión de olvido, mucho menos desinterés, es lograr convivir con el dolor sin dejar que te consuma.


Y es que realmente, Anabella lo parecía carente de sentido. Pero cuando iba allí, el diecinueve de cada mes, podía fingir hablar con él, por un instante. Allí nadie la juzgaba, pues las demás personas también solían hacerlo. Iban al cementerio con la convicción de que lograrían conectarse con su ser querido desaparecido entre las sombras. Al principio le costó esbozar sus primeras palabras mirando una lápida de concreto que brindaba detalles de su deceso y eternizaba una frase de despedida y juramentos de amor más allá de los estragos de la muerte. Pero en algún diecinueve, Anabella no recordaba exactamente en cuál, ya se le hizo una costumbre hablarle a la tumba. Salía de allí más liberada. Sentía que había cumplido con su visita.


Pero un diecinueve, Anabella dudó. Solía ​​ir al mediodía. Pero aquel día ya eran más de las cuatro de la tarde.


  • Ya me siento incómodo haciéndolo – le confesó a su hermana – ¿Qué gano yo yendo a hablarle a una tumba? No lo sé, me resulta un poco ridículo. Es como una incapacidad de superación.

  • Es que en el fondo, aún no has logrado superarlo. Por eso sigues yendo.

  • Creo que no es necesario ir hasta el fondo.


Anabella logró descifrar otra inquietud, la cual le resultó incluso más patética. Tenía la sensación de que decepcionaría a Marcos si no cumplía con su visita mensual. El hecho de sentirlo le provocaba una sensación de intranquilidad permanente. Lo cual se contradecía con la personalidad del propio Marcos. Despreocupado completamente. Era difícil verlo ofendido por cualquier cuestión.

Se recostó en el sofá y permaneció en silencio. La mudez del ambiente le hacía sentir el estruendoso chillido de sus oídos. El ruido blanco la adormeció. Cuando despertó, ya eran más de las nueve de la noche. Le invadió un hambre atroz, a la vez que una angustia impostergable.

Mientras se preparaba lo único que encontró en su alacena capaz de calmar su ansiedad, unos macarrones de tamaños anormales, volvió a analizar la situación. Primero lloró, como cada diecinueve. En realidad también le resultaba innecesario tener que dedicar un día del mes a llorarlo. ¿Qué ganaba con seguir un ritual como aquel? Marcos ya no estaba, y esa era la única verdad absoluta. Seguir aferrada a todos aquellos hábitos y supersticiones tan sólo afianzaba su incapacidad de seguir adelante. Y es que realmente Anabella jamás se había sentido tan estancada como en estos últimos meses. Debía dejar atrás todas esas malditas costumbres a las que jamás creía que se vincularía.

La realidad es que las personas suelen creer en algo más, como protesta ante la acción despiadada de la muerte. La mente es tan poderosa que, de alguna manera, logra vencerla. El dolor de la ausencia física permanece, pero nuestra imaginación nos crea un paraíso posible en el que todo sigue fluyendo como antes.

Anabella temía un día creerlo del todo. Era un mecanismo de defensa realmente muy sanador, aunque demasiado irrelevante para la crudeza de la realidad misma. Lo consideraba aceptable, pero de verdad sentía miedo de un día perder el sentido común.

Rato más tarde, y luego de una hora ininterrumpida de lágrimas, lo había decidido. Aquél diecinueve no iría. Sería el primer diecinueve que se ausentaría. Ya no sentía inquietud. Ahora parecía volver a reinar un alivio creciente. El desahogo estuvo bien, pero Anabella anhelaba el día en que pensara en Marcos sin poner en marcha al unísono sus glándulas lagrimales.

Los macarrones le supieron horribles, y decidieron volver a dormirse. Los sueños no fueron desagradables, aún así fueron una pesadilla.

Aún restaba media hora para la medianoche, donde el diecinueve por fin se perdería. Al menos por un mes más. Desde hacía un tiempo se había transformado en un número maldito. Había ocurrido un miércoles, sin embargo no maldecía los miércoles. Fue en un día lluvioso de Mayo, pero aún la lluvia seguía renovándole y había soportado el primer aniversario de su muerte. Tampoco evitaba nada que tuviera que ver con el año en que ocurrió. Sin embargo, el diecinueve le despertaba un terror e inseguridad indescriptible.

Tomó su bolso y salió.

Todavía había tiempo.

Las rejas del cementerio estaban cerradas, pero Anabella encontró la forma de colarse. No avistó a ningún guardia de seguridad ni sereno nocturno. Camino entre una fila interminable de lápidas, pero ya conocía todos los accesos posibles desde cualquier punto. Tomó el más corto, y llegó hasta allí. Miró su reloj, y todavía era diecinueve. Dudó, como solía dudar, pero lo hizo. Habló.


  • Te seré sincera – dijo hacia algún lugar – No pensaba venir.

Esperaba respuesta, y rápidamente se concentró. Comenzaba a creerlo, y no le gustaba.


  • Todavía quedan cinco minutos para las doce. Sigue siendo diecinueve. Demoré, pero aquí estoy, Marc.

La invadió un deseo irrefrenable de llorar, pero logró contenerse.


  • Te amo, pero ya no puedo seguir haciendo esto – esta vez no se culpó por creer firmemente en la posibilidad de recibir una respuesta. Pero no llegó.

Depositó una flor encima de la tumba, y cayó en la cuenta de que tampoco comprendía aquel hábito tan frecuente de decorar las lápidas grisáceas de vegetación colorida. A lo mejor no era cuestión de entender. Nada más debía sentir, sin juzgar.


  • Espero no lo tomes a mal – volvió a decir – Pero ésto ya no me hace bien.

Cuando el reloj marcó las cero horas, Anabella supo que había logrado superar otro diecinueve. Habría querido evitar volver a llorar, pero las lágrimas brotaron contra su voluntad. La exhalación entrecortada le renovó el aire contaminado que revoloteaba en sus pulmones. No volvió su cabeza, como de costumbre, tampoco miró hacia el cielo. La respuesta que esperaba estaba en su interior.


Salió hacia la calle, sabiendo con certeza que el próximo diecinueve no volvería.

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